Comparto mi columna en La Tribuna de Toledo del miércoles 3 de noviembre
Con la llegada del otoño, cumplo con una muy querida
tradición personal, casi un ritual imprescindible en esta estación, la de
regresar a los jardines del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso y
deambular, sin prisa, absorto en la espléndida belleza que se despliega a mi
alrededor.
Sentado junto a la Fuente de las Tres Gracias, que corona la
Cascada Nueva, contemplo la fachada del palacio en el que Felipe V quiso
mitigar sus ataques de melancolía. Comprendo perfectamente al soberano, pues la
hermosura del paisaje, el esplendor de los jardines, la íntima delicadeza que
despliega la exquisita decoración de un edificio que, pese a lo que se diga, no
imita a Versalles sino que evoca al castillo de Marly, donde Luis XIV se refugiaba
en la compañía de sus íntimos, es capaz de sanar las heridas del alma. Mientras
escribo siento la calidez del sol, que, a modo de delicado orfebre, dora las
amarillentas y verdosas hojas de los árboles. De vez en cuando, una fresca
brisa nos recuerda lo avanzado de octubre. El cielo, azul claro, es indolentemente surcado por alguna algodonosa
nube, mientras las peladas cumbres anhelan las primeras nieves que las recubran
con su cándida túnica.
Es hermoso contemplar cómo danzan las hojas en los árboles.
Algunas, más atrevidas, inician un rítmico vuelo que las conduce a las mansas
aguas de las fuentes, que, en el silencio, apenas interrumpido por una horda de
turistas anglófonos, narran las viejas historias de los dioses del Olimpo.
Llegado al estanque de El Mar, observo las montañas cubiertas de masas verdosas
de pinos, entre las que serpentea el marrón de la vegetación brotada sobre las
cenizas del último incendio, en un mensaje esperanzador de renacimiento. El
rumor de la cascada que vierte sus espumantes aguas sobre las oscuras del
estanque es melodía que arrulla mientras la vista se exalta con los fulgores de
los árboles caducifolios, en los que las hojas, a punto de desprenderse,
destellan en un dorado intenso que contrasta con el verde refulgente y ambarino
de las que aún se aferran a la rama que les alimenta y vivifica.
Sentado, de nuevo, junto a la Fuente de Andrómeda, recuerdo
el relato mítico. Perseo, a punto de acabar con el monstruo marino Ceto, al que
muestra la mortífera cabeza de Medusa, convirtiéndolo en coral, es asistido por
Atenea, mientras unos amorcillos tratan de liberar a la hija de la soberbia
Casiopea, culpable de su trágico destino. Me pregunto cuántos de nuestros
estudiantes, a los que el desastre educativo priva del conocimiento de la gran
tradición humanística, podrían descifrar lo que muestra el espléndido conjunto.
Fuente de Andrómeda |
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