domingo, 28 de julio de 2013

Et lux perpetua luceat eis...

Tras unos días en los que, aislado de la red (es posible sobrevivir, doy fe), he podido disfrutar de la idílica belleza del País Vasco, retomo estas reflexiones y divagaciones bajo el impacto de la terrible tragedia ocurrida en Santiago de Compostela el pasado 24 de julio, en la víspera de la fiesta del Apóstol. Me uno al dolor de todos aquellos que han perdido algún ser querido, al mismo tiempo que felicito a tanta gente que ha sabido dar lo mejor de sí mismos, desde la solidaridad, desde el heroísmo anónimo. Es en momentos tan dramáticos como estos cuando el ser humano demuestra la grandeza
que lleva en su interior. Lección que todos debiéramos aprender y poner en práctica en el día a día. Merece la pena volver sobre esta cuestión, sobre la gran capacidad que tiene el corazón humano de hacer el bien, de amar, de empeñarse en la realización de un mundo más justo y solidario. Pero hoy no lo haré, hoy prefiero, ante la magnitud del drama, centrarme en ese misterio insondable que es el de la muerte, con su cortejo de sufrimiento y dolor.
Para ello hoy echaré mano de Pistis. Es cierto que Clío nos podría ayudar a rastrear, a lo largo de la historia humana, e incluso desde etapas previas, cómo el ser humano se ha planteado la cuestión, cómo ha buscado un significado a la misma, cómo ha demostrado no resignarse ante su inevitabilidad. Ya los neandertales inhumaban a sus muertos en medio de un ritual que afirma inequívocamente una creencia en la pervivencia del ser. Es más, podríamos recurrir a la historia de las religiones, analizar los distintos tipos de creencias, los diferentes ritos funerarios, los testimonios literarios, pictóricos, arquitectónicos que nos demuestran ese anhelo de permanencia. Incluso podríamos realizar un recorrido por el mundo de Sofía, acudir a los textos de filósofos, intelectuales y pensadores que han reflexionado sobre el tema. Todo ello está bien, pero no deja de ser un ejercicio de erudición, de estudio, de curiosidad intelectual, frío análisis que en estos momentos me parece insuficiente.
Por eso recurro a Pistis, a la fe. Mi reflexión es la de un creyente que profesa, domingo tras domingo, plenamente convencido de lo que dice, la afirmación del credo "creo en la resurrección de la carne". Todo lo anterior me parece necesario, intelectualmente imprescindible, pero siempre se topará con el misterio insondable. La muerte sólo encuentra, desde una postura de fe, respuesta en esa resurrección de la carne, esa vida futura, consecuencia de la muerte y resurrección de Cristo. Entiendo, por ello, que estos pensamientos pueden parecer disparatados al no creyente, al no cristiano, pero desde el respeto que tengo ante cualquier postura vital, hoy necesito expresar lo que de más íntimo supone para mí ese creer que la muerte no es el final del camino, sino una etapa previa, un parto doloroso, para introducirnos, para nacer, a otra dimensión de nuestra propia y personal existencia. Para el creyente, el ser humano no es un Sein zum Tode, un ser vuelto irrevocablemente a la muerte, a la aniquilación, a la nada, sino un ser para la vida. Cristo, asumiendo la realidad humana plenamente, ha asumido ese elemento inseparable de la vida humana, que es la muerte, pero muriendo, ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha traído la vida. La Pascua de Jesús se ha convertido en el modelo de la Pascua, del paso, que todo cristiano ha de transitar. Paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. Ha arrancado las cadenas que aherrojaban al ser humano, permitiendo que éste, libre, recorra su mismo camino de descenso y ascensión, de bajada al lugar de los muertos y de subida triunfal a la vida en plenitud. El arte bizantino representa esta idea de un modo bellísimo en el icono de la Anástasis, de la Resurrección: Cristo, revestido de blancos ropajes, rompe con la cruz la piedra que cerraba el lugar de los muertos y tiende la mano a Adán y Eva, símbolos de toda la humanidad, para sacarlos de la lóbrega mazmorra en la que estaban encerrados y transportarlos a la gloria. No olvidaré la contemplación del más hermoso ejemplo de esta representación, la que se encuentra, pintada al fresco, en la antigua iglesia y hoy museo de San Salvador de Cora, en Estambul. Cristo ha descendido "a los infiernos", es decir, al lugar de los muertos, para, desde dentro, derrotar a la propia muerte y resurgir victorioso, llevando tras de sí a la humanidad redimida. 
Esta fe es la que ha acompañado a la comunidad cristiana, a la Iglesia, desde el principio de su historia. Los mártires cristianos no hacían más que tratar de reproducir en sí mismos, lo que había realizado Cristo. Ya desde las narraciones martiriales más antiguas, como la que trae Lucas en los Hechos de los Apóstoles al hablarnos de la muerte de Esteban, el primer mártir, se reproduce el esquema de la pasión de Jesús. Esta fe en la vida eterna es la que se refleja en las inscripciones de las catacumbas, que manifiestan la vida eterna como una fiesta, incidiendo así en una imagen que aparece en diversas parábolas de Jesús. Es decir, una imagen marcada por el gozo, por la alegría. Una fe que se manifiesta también en el cambio terminológico: el cristiano no es depositado en la necrópolis, en la ciudad de los muertos, sino que es inhumado, como el grano de trigo que se arroja en tierra, en el cementerio, es decir, en griego, en el dormitorio, pues la muerte es entendida como una dormición, hasta que en la resurrección el creyente se despertará contemplando el semblante, el rostro del Señor.
Es desde esta convicción profunda desde la que el cristiano se compromete en la edificación de un mundo mejor, más justo y solidario. La fe en la resurrección, en la vida eterna, no es un consuelo alienador, no es un refugio cómodo para desentenderse de los problemas y sufrimientos de los demás. La esperanza en el más allá es la más firme fuerza para luchar por la construcción de una humanidad más fraterna, para luchar contra el mal, la injusticia, el sufrimiento, ya que esa vida que se cree y espera sólo se alcanzará desde la vivencia del amor que Cristo ofrece como camino de seguimiento, amor no reductible a estéril sensiblería, sino compromiso firme por hacer realidad aquí y ahora ese Reino de Dios que, sí, alcanzará su plenitud en el más allá, pero tiene su inicio, su fundamento en nuestro aquí y en nuestro ahora. Sólo desde una vivencia equivocada, errónea, falsa, de la fe, se pueden tener actitudes que justifiquen la crítica de ser opio. No, la creencia en la vida eterna es todo lo contrario, es el mejor estimulante para afrontar los retos del mundo en que vivimos. Los grandes místicos, tan olvidados como los clásicos, nos muestran cómo una profunda vida interior, como una experiencia que, incluso lleva a desear la llegada de la muerte para poder alcanzar en plenitud la posesión de Dios, no está separada, es más, todo lo contrario, de una intensa y activa vida. Un simple vistazo a las biografías de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz nos lo confirman. El mismo Juan de la Cruz nos da la clave para entender nuestra aproximación, nuestro encuentro con la muerte: "Al atardecer de la vida, te examinarán del amor". Amor cristiano que, repito, no es sensiblería, sino compromiso, como el de Cristo, por los demás: "habiendo amado a los suyos...los amó hasta el extremo" (de dar la vida)
"En la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos" (Prefacio Pascual II). Esta certeza, esta esperanza, es la que quiero compartir ante el dolor desgarrador de la tragedia de Santiago. Un drama de tal magnitud nos descuadra totalmente, nos lleva a formular un sin fin de preguntas. Preguntas que no encuentran respuesta. Sin embargo, frente a tanta oscuridad, para el creyente, incluso atenazado a veces por la duda, fruto lógico de la razón humana, permanece firme la convicción de que el mal, la muerte, el dolor, no tienen la última palabra, sino que la palabra definitiva la tiene Jesucristo resucitado. Dios es Dios de vivos, no de muertos. Para Él todos viven. El sepulcro vacío de Cristo en Jerusalén es el anticipo, el signo, el anuncio gozoso, de que todos los sepulcros quedarán vacíos y que nuestras vidas no acabarán en la nada, sino que como ríos, desembocarán en el océano inmenso del amor de Dios.

Concluyo con unos versos de un gran creyente y poeta, injustamente olvidado, José Luis Martín Descalzo, quien, desde la grave enfermedad que le abocaba a la muerte, supo expresar lo que esta le suponía, desde su profunda fe:
Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos, 
la Noche-luz tras tanta noche oscura



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