domingo, 27 de marzo de 2016

Domingo de Pascua de Resurrección

Tras el gozo desbordado de la noche santa, a lo largo del Domingo de Resurrección, con el que concluimos el Triduo Pascual, proseguimos celebrando el triunfo del Señor Resucitado. Hemos de sobreponernos al cansancio de una noche tan rica e intensa, para poder aprovechar la riqueza de este día santo. Como las mujeres que madrugaron para ir al sepulcro, nosotros hemos de salir alegres al encuentro de Cristo. Como María, que, Virgen Dolorosa, Virgen de la Soledad en la tarde del Viernes Santo, hoy es la Virgen de la Alegría, la que, en tantos y tantos pueblos y ciudades, sale con su imagen, a buscar a su Hijo victorioso. La alegría que iniciamos en la noche, encuentra su culminación en a lo largo de todo este día. Se nos anuncia, de nuevo, el kerigma, la proclamación, el anuncio solemne de la resurrección de Cristo, hecho por Pedro el día de Pentecostés. Pablo nos invita a una vida nueva, que es fruto de nuestra unión con el Resucitado. Hoy hemos de ofrecer nuestras ofrendas de alabanza, alabanza que es, ante todo y sobre todo, la vida nueva en Cristo, a la Víctima Pascual, a su gloria, porque es el cordero sin pecado que con su muerte y resurrección ha salvado a las ovejas, el verdadero cordero que ha quitado el pecado del mundo; el que muriendo, ha destruido nuestra muerte, y resucitando, ha restaurado la vida. Le pedimos que nos haga participar de su victoria, que nos renueve y transforme, que nos haga ser luz del mundo, sal de la tierra, lámpara que brilla en lo alto de un monte e ilumina a la humanidad. La experiencia del resucitado ha de ser aliento para cambiar el mundo, fuerza para anunciar su salvación, su misericordia, su victoria, a todos los que nos rodean. La Iglesia, renovada en la experiencia de la Pascua celebrada y vivida en estos días santos, está llamada a testimoniar a su Señor y a comunicar a toda la humanidad la buena noticia de que ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente, ha resucitado! ¡Aleluya!

Resucitado (Iglesia parroquial de Sonseca)

jueves, 24 de marzo de 2016

Sábado Santo

A lo largo de este día la Iglesia permanece velando junto al sepulcro de Cristo, meditando en su pasión y muerte, contemplando el misterio de su descenso a los infiernos, que proclamamos en el Credo, y que es hermosamente expresado en la lectura patrística del oficio, un bello texto cargado de gran densidad poética y profunda espiritualidad. Es la confesión de la realidad de la muerte de Jesús, cuya alma experimentó la separación del cuerpo, y se unió a las almas de los justos. No hay ninguna celebración sacramental, sino que la comunidad cristiana sólo reza la Liturgia de las Horas. Es una jornada de silencio contemplativo, de un estar, como María, y junto a ella, aguardando la resurrección del Señor, pues el descenso de Cristo al lugar de los muertos es, asimismo, el primer acto de su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Para ayudarnos en esta contemplación, la Iglesia nos invita, y esta es una característica de esta jornada, al ayuno pascual; este ayuno, ya desde el siglo II, era una prolongación del ayuno del Viernes Santo, pero sin el sentido penitencial de éste, sino con un carácter cultual, celebrativo, para poder llegar, con ánimo elevado y abierto, al gozo de la Resurrección.
La Piedad (Miguel Ángel)
Y este es el gozo, la alegría que, al declinar el Sábado, cuando las tinieblas han cubierto la tierra, proclamamos, pues dichas tinieblas y oscuridades son disipadas con la luz gloriosa y gozosa de la Resurrección del Señor, dando así comienzo al Domingo de Pascua. Como el pueblo hebreo, liberado en la noche de la esclavitud del faraón, nosotros, guiados por la columna de fuego, por el resplandor que emana el cirio pascual, símbolo del Señor victorioso, caminamos, libres de la opresión del demonio, escuchando y proclamando las maravillas que Dios ha hecho por su pueblo, maravillas que se inician con la creación del mundo y que culminan con la recreación del universo en virtud de la Resurrección de Cristo. Es noche para contemplar, alegres, jubilosos, esperanzados, el triunfo del Señor. Con las lámparas encendidas esperamos el retorno del Esposo, para que, encontrándonos en vela, nos invite a participar de su banquete. Es el punto culminante de la celebración del misterio pascual de Cristo, el momento más importante del año; es, en palabras de san Agustín, la celebración de la “Madre de todas las demás vigilias”. Es la noche dichosa, en la que Cristo rompe las cadenas que nos aherrojan, en la que, triunfante, destruye con su poder la losa del abismo y nos eleva a la plenitud de los santos. Noche para celebrar, sin prisas, colmados de alegría, que hemos nacido a una vida nueva. En esta noche, en la que los catecúmenos reciben el bautismo y ven culminada su iniciación cristiana, los bautizados, que hemos vivido el itinerario cuaresmal en espíritu de conversión, renovamos, también, gozosos, nuestras promesas bautismales. Noche de gozo, en la que nos alimentamos del Cordero inmolado que se nos da en la mesa que el propio Señor nos ha preparado, en la que gustamos el vino de la alegría de la sangre contenida en el cáliz del triunfo pascual. Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, pero se levanta glorioso y vencedor para asociar a los fieles en su triunfo. La Pascua no es un rito que celebramos, sino una persona viviente, Cristo, Él es la Pascua de nuestra salvación, nuestra remisión, nuestro rescate y nuestra vida.

  

Viernes Santo

Celebramos en este día la Pasión del Señor. Día de contemplación, de adoración, de oración agradecida. Ya a fines del siglo IV encontramos en Jerusalén el primer testimonio de su celebración, una jornada de oración itinerante, que llevaba a los fieles del Cenáculo, donde se veneraba la columna de la flagelación, hasta el Gólgota, donde el obispo presentaba el madero de la cruz a la veneración del pueblo. Hoy es un día en el que, según una antiquísima tradición, la Iglesia no celebra la eucaristía. Todo gira en torno al misterio de la cruz gloriosa, de la que pende la salvación del mundo; las miradas se vuelven hacia el árbol donde comienza la vida, a Cristo, que dio el paso hacia la muerte porque Él quiso, abriendo así, de par en par, el paraíso. Proclamamos la Pasión del Señor en la liturgia de la palabra; la invocamos en las oraciones solemnes; la veneramos mediante la adoración de la cruz y entramos en comunicación con ella a través de la comunión eucarística. El cuarto cántico del Siervo de Yahveh, profecía del Mesías en su Misterio Pascual, se realiza en la pasión de Jesús, el cordero llevado al matadero, como eran llevados, para ser sacrificados en el templo, en aquella misma tarde, los corderos de la Pascua; entrega de la vida hecha en libertad y en abandono confiado a la voluntad del Padre, como canta el salmo 30. El autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una lectura de la pasión en clave sacerdotal y de experiencia obediencial del Hijo, proclamando cómo toda la vida de Jesús tuvo un sentido sacerdotal. La proclamación solemne, en las catedrales cantada, de la pasión del Señor según san Juan, nos muestra la progresiva exaltación de Cristo, Cordero sacrificado en la Pascua, pero a la vez Rey de las naciones que atrae a todos hacia sí. Es el nuevo Adán de cuyo costado abierto por la lanza brota el agua y la sangre, el bautismo y la eucaristía, que engendran a la nueva Eva, la Iglesia, madre de todos lo vivientes. Día de contemplar también, junto a la cruz del Hijo, a la Madre, a María; ella participa también en la Pasión del Señor y nos es dada por Él como madre en la persona de Juan.
La salvación que brota del árbol de la vida se extiende a toda la humanidad; por ello la Iglesia, en la solemne oración universal, abre los brazos, como Cristo en la cruz, para elevar preces por la salvación del mundo, mediante las diez solemnes oraciones, cuyas raíces están arraigadas en la antigua liturgia romana.

Cristo de la Buena Muerte (Toledo, San Juan de los Reyes)


En este día veneramos el madero santo por el que nos ha venido la salud y la gracia. Se nos presenta la cruz como árbol de la vida y su adoración como un profundo signo de amor y de agradecimiento. Nos ambienta el canto de antiguos textos de la liturgia romana y del Oriente cristiano, como los improperios y la antífona “Tu cruz adoramos, Señor”. Es todo nuestro ser, nuestra mente, nuestros labios, nuestro corazón, los que se elevan, meditan, besan y aman el leño que porta la redención. La comunión del Cuerpo del Señor nos permite entrar en lo más profundo del misterio, uniéndonos sacramentalmente con Aquel que se ha entregado por nosotros. El ayuno que guardamos en este día, sólo roto por la recepción del pan eucarístico, origen de la penitencia de la Cuaresma, nos recuerda que el Esposo está ausente y nos invita a velar esperando su regreso, triunfante de entre los muertos.

Jueves Santo

La mañana del Jueves Santo está marcada, en la liturgia, por la celebración, por parte de los sacerdotes, de la misa crismal, aunque por razones prácticas, se adelanta en las diócesis a uno de los días anteriores, como el Martes Santo. Es, según el deseo del beato Pablo VI, una gran fiesta del sacerdocio, en las que los sacerdotes renuevan ante su obispo los compromisos adquiridos, el día de la ordenación sacerdotal, por amor a Cristo y servicio de la Iglesia. En esta eucaristía se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y se consagra el santo crisma. La mañana del Jueves Santo era también, en la disciplina antigua del rito romano, el momento en el que los penitentes eran reconciliados por el obispo, para poder participar de la fiesta de Pascua; aún hoy, es una mañana en la que podemos acercarnos a recibir el perdón sacramental.

El lavatorio de los pies (Duccio di Buoninsegna)

Por la tarde, con la Misa vespertina de la Cena del Señor, comenzamos el Santo Triduo Pascual, el sagrado triduo del crucificado, sepultado y resucitado del que hablaba san Agustín. La misa in cena Domini, de la que la peregrina Egeria nos cuenta que ya se celebraba en su tiempo en Jerusalén, celebra el misterio del Cenáculo que mira hacia la cruz y la resurrección. Cristo anticipa su oblación en perspectiva de victoria, instituyendo el memorial de su pasión. Como Iglesia cumplimos todos los días este mandato, pero en esta tarde lo hacemos de un modo especial, particularmente sentido, preparando, de este modo, la gran eucaristía del año, que será la de la noche santa de Pascua. Las lecturas, en pleno contexto pascual, están íntimamente relacionadas. El libro del Éxodo nos presenta las prescripciones sobre la cena pascual de Israel, el anuncio en el Antiguo Testamento de lo que sólo adquiriría sentido pleno en el Nuevo, y nos recuerda el ambiente pascual en el que se desarrolló la cena de Jesús y el carácter pascual de su inmolación. El cordero, que con su sangre libró a Israel de la muerte y le sirvió como alimento, es figura del Cordero de Dios que con su sangre preciosa, derramada por nosotros, nos libra de la muerte, física y eterna, y se nos da como alimento de vida eterna en la eucaristía. Jesús quiso seguir las prescripciones que Moisés dio al pueblo, pero transformando el contenido de las bendiciones sobre el pan y el vino, refiriéndolas a su Cuerpo y Sangre. El cáliz de la bendición se convierte así en el medio, como canta el salmo, de entrar en comunión con la Sangre de Cristo. La comunidad cristiana, desde el principio, tal y como nos narra san Pablo en su primera carta a los Corintios, guardó como precioso don, el mandato del Señor, celebrándolo en un clima de fraternidad, proclamando con un profundo sentido pascual, la íntima unión entre la pasión, la resurrección y la vuelta gloriosa final de Cristo, la Parusía. El evangelio de san Juan, que después de la homilía ritualizaremos con el lavatorio de los pies, nos da la clave para entender y para vivir estos días santos: “habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo”. Jesús lavando los pies a sus discípulos, signo y anticipo de su mayor servicio al Padre y a los hombres, que realizará en su Pasión, nos muestra cual es el camino del cristiano, que ha de hacerse servidor de los hermanos, que ha de abajarse, ponerse de rodillas, sobre todo ante los pobres y humildes, iconos privilegiados de la presencia del Señor en el prójimo. La adoración del Santísimo Sacramento, el acompañar a Cristo en la Hora Santa, ha de ser una respuesta de amor, de entrega y de fe, un momento de adorar su presencia continua, de escuchar y dejar que resuenen en nuestro corazón las demás palabras dichas por el Señor en la Última Cena, hasta su oración sacerdotal por toda la humanidad.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Miércoles Santo

La muerte de Cristo, que nos disponemos a celebrar, es el medio que Dios ha dispuesto para librarnos del poder del enemigo; en este Miércoles Santo, al celebrar la eucaristía, pedimos que esa muerte nos alcance, también a nosotros, la gracia de la resurrección. Es preciso vivir estos días santos desde la adoración, la contemplación. La antífona de entrada nos lo recuerda: ante el nombre de Jesús, que se ha humillado por nosotros, no cabe sino ponernos de rodillas, postrarnos, como haremos el Viernes Santo. Isaías nos muestra el rostro del Siervo, y por ende el de Cristo, cubierto de salivazos, sin ocultarse ante los insultos. Su espalda se ofrece para cargar, con los golpes que le infligen, el mal, el dolor, el sufrimiento, las penas de toda la humanidad. En sus mejillas se estrellan la opresión, el exilio, las torturas, la vejación, la marginación de todos los hombres y mujeres de la historia. La asunción que sobre sí hace Cristo se basa en la confianza total en el Padre. De este modo Jesús asume y reproduce la actitud que el salmista nos presenta en el salmo 68; el sufrimiento es la antesala de la gloria, la afrenta da paso a la alabanza con cantos del nombre de Dios, a la acción de gracias que proclama la grandeza de Dios. Cristo, nuestro rey, el único que se ha compadecido de nuestros errores, ha sido llevado, en obediencia al Padre, a la cruz, como manso cordero a la matanza.

Cristo de la Humildad (San Juan de los Reyes, Toledo)

Si en el evangelio del Martes Santo se anunciaba la traición de Judas, hoy, el relato de san Mateo, nos muestra su realización, junto a los preparativos del banquete pascual. Es el cumplimiento, como bien recalca Mateo, de las Escrituras, pero, al mismo tiempo, es la advertencia de la gravedad de lo que va a ocurrir. Era preciso que el Mesías padeciera, que entregara su vida como ofrenda en favor de la humanidad caída, que se hiciera, como aceituna prensada y triturada, aceite que curase las heridas de los hombres. La traición de Judas es la causa próxima de la pasión, pero la última, la más profunda, es el amor desbordado de Dios, que no se resigna a que su criatura, seducida por la envidia del demonio y la soberbia del querer ser como dioses, viviera en oscuridad y sombra de muerte. La culpa de Adán sólo podía lavarse con la aspersión de la sangre preciosa de Cristo, con la corriente impetuosa de agua viva nacida del costado abierto del Redentor. El fruto pecaminoso del árbol prohibido es sustituido por el fruto de vida que brota del árbol de la cruz, fruto que se nos da como alimento mediante la celebración sacramental. Los misterios santos que vivimos estos días nos tienen que llevar a creer y sentir en profundidad, que por la muerte temporal de Cristo el Padre nos ha dado la vida eterna.