Un año más, en el cíclico fluir
del tiempo, la primavera se acerca. Su luna llena será la señal de la
celebración más importante para los cristianos, la Pascua, con su Semana Santa
tan llena de arte, cultura y belleza, además de fe, y que adquiere un esplendor
especial en nuestras viejas ciudades históricas. Pero como todo gran
acontecimiento, es preciso prepararlo bien, con atención y profundidad.
Cuaresma, cuarenta días que nos ofrecen la oportunidad de entrar en la vivencia
personal de los días santos que se aproximan.
El pórtico de la Cuaresma es el
Miércoles de Ceniza, con el rito de la imposición de ésta. Un signo sencillo, sobrio, que evoca el humus, la tierra
de la que procede, en hermosa metáfora del Génesis, el ser humano. Tierra,
barro modelado por el Alfarero divino, insuflada de espíritu vital, pero
siempre quebradiza, frágil, imperfecta. Tierra que sin ese hálito se vuelve
polvo. Y sin embargo, tierra capaz de florecer y germinar cuando es vivificada
por el Agua, signo del Espíritu divino.
“Recuerda que eres polvo”. Frente
a la soberbia y autosuficiencia con la que construimos nuestro proyecto vital
en muchas ocasiones, el recuerdo de nuestra limitación. Y la limitación máxima,
“al polvo volverás”, el encuentro con la finitud, el saber que nuestro paso por
este mundo es fugaz. Sin embargo, el camino cuaresmal no es una autonegación masoquista
ni un complacerse en lo negativo. Todo lo contrario. La luz de la Pascua, la victoria del Crucificado-Resucitado, es la
que permite avanzar con esperanza gozosa. No es la negación de la vida, sino su
afirmación; no es el rechazo de lo humano, sino su exaltación a lo divino,
rompiendo las ataduras de la biología, permitiendo una metamorfosis de la que
la persona, siendo la misma, renace transfigurada para una proyección existencial
más allá del tiempo y del espacio. La fórmula "conviértete y cree en el Evangelio", nos recuerda que la Cuaresma es un momento para adherirnos al mensaje de Cristo de un modo vital, a renovar la fe recibida en el Bautismo, a dejar que el agua purificadora que nos engendró y lavó se derrame de nuevo sobre nosotros en la eficacia del sacramento de la reconciliación.
El papa Francisco imponiendo la ceniza |
La Cuaresma no es el intentar
aplacar el enojo eterno de un Dios castigador, sino la purificación de los
egoísmos para sentir el abrazo de un Padre misericordioso que sale corriendo a
nuestro encuentro. Subimos a Jerusalén, y para recorrer ágiles el sendero es
preciso quitar pesos superfluos, ataduras que nos esclavizan, vendas que nos
impiden ver al hermano herido en el camino. Ayuno, limosna, oración, tres
cimientos sobre los que construir nuestro camino hacia la Pascua. Ayuno, no
sólo de alimento, sino de tantas cosas que creemos que nos sacian, y sin
embargo nos dejan hambrientos. Ayuno que, liberándonos de lo innecesario, se
convierte en limosna que alimenta al hermano, limosna de dinero, de tiempo
compartido, de atención a enfermos, ancianos, marginados. Oración que es
encuentro con el Totalmente Otro que ha querido hacerse entrañablemente
cercano, compartiendo nuestra realidad hasta lo más hondo, sabiendo de dolor,
sufrimiento, incomprensión; diálogo profundo que escucha en el silencio y
responde desde el amor.
Cuaresma, tiempo de desierto para
reconciliarnos no sólo con Dios, sino también con nosotros mismos, con los
demás y con la Creación. Tiempo para alimentarnos más de la Palabra de Dios, para dejar que esta sea el pan y el agua que sacie nuestra hambre y nuestra sed espiritual.
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