La celebración de Pentecostés, culmen de la cincuentena pascual, nos remite al momento de la efusión del Espíritu Santo, que Cristo Resucitado derrama sobre la Iglesia naciente. El Señor, a los discípulos sumidos en la tristeza tras su pasión, les recuerda que si le aman, guardarán los mandamientos de su amor; Él, nuestro abogado, intercede por nosotros ante el Padre y nos regala al Paráclito, el Defensor y Consolador, el Espíritu Santo, para que permanezca siempre con nosotros para guiarnos y enseñarnos.
La primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) nos muestra cómo los discípulos, obedientes, han esperado, en torno a María, la venida del Espíritu Santo prometido, que aparece bajo el signo del fuego y de la palabra. Venido el Espíritu Santo, comienza la evangelización.
El salmo 103 es una petición a Dios para que siga derramando sobre nosotros su Espíritu, que le hace presente en el mundo.
Pentecostés (Juan Bautista Maíno) |
San Pablo, en la segunda lectura, tomada de su carta a los Romanos (8,8-17), hace un elenco de los dones del Espíritu, que hemos recibido a través del bautismo. El don del Espíritu Santo es la fuente de nuestra vida interior.
Tras el canto de la secuencia "Veni, Creator Spiritus", el evangelio nos presenta a Jesús Resucitado que derrama el don del Espíritu, que trae el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, premisa para la vida nueva que el Señor nos trae. Vida que cada uno de los bautizados, movido por el Espíritu, está llamado a desarrollar, al mismo tiempo que anuncia, como Pedro tras Pentecostés, a Cristo vencedor del pecado y de la muerte por su cruz y resurrección.
Pentecostés es el inicio del tiempo de la Iglesia, cuya misión es anunciar al Señor y transmitir su salvación. Y en esta tarea María, a quien mañana celebraremos como Madre de la Iglesia, tiene un papel central, como tuvo en la primera comunidad cristiana.
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