domingo, 7 de enero de 2018

Portugal

Siempre me ha gustado, tras pasar Navidad en casa con la familia, viajar la primera semana de enero fuera de España. Creo que es la mejor manera de iniciar el año. Y en esta ocasión el país elegido ha sido Portugal, tan cerca, pero sin embargo, tan desconocido para muchos españoles. La proximidad física ha ido acompañada, debido a los avatares históricos, de un mutuo recelo y alejamiento, que, sin embargo, me parece percibir que están en franco retroceso, dando lugar a un mayor entendimiento y conocimiento. He de confesar que Portugal me encanta; Lisboa es, junto con Viena, una de mis ciudades más amadas, por la que me encanta perderme, incluso en soledad, que allí, a orillas del Tajo, se transforma en soledad sonora, fuente de inspiración y bálsamo para el alma.
El viaje se inició el martes 2 de enero por la mañana. El viajar en coche permite observar el paisaje, detenerse en los lugares que más llaman la atención, penetrar más fácilmente en el alma de un territorio. Tras cruzar la raya por la ruta de Coria, cerca de Zarza la Mayor, el coche nos adentró en lo profundo de Portugal. Rumbo a Coimbra, y en una jornada lluviosa, me laceró el corazón el comprobar el daño terrible que produjeron los incendios que asolaron el país el verano pasado; hectáreas y más hectáreas de bosque calcinado, de destrucción, de la que sólo parecen beneficiarse los eucaliptos, que rebrotan por doquier. 
Coimbra me pareció una ciudad muy bella, a pesar de la lluvia. El dédalo de callejuelas nos llevó a la hermosa iglesia de San Yago. Luego, por empinadas cuestas, se llega a la joya románica de la catedral, presidida por su espléndido altar gótico, y adornada por el bonito claustro gótico. Tras la Sé, nuestra ascensión nos llevó a lo más alto de la ciudad, que no está coronada por una fortaleza, sino por la Universidad, bella metáfora de que el camino hacia la cumbre de la sabiduría no se hace sin esfuerzo
Catedral de Coimbra
Dejando Coimbra atrás, una buena autovía nos llevó a la meta del viaje, Oporto. Una ciudad que he podido conocer bien a lo largo de dos intensos días, en autobús, a pie y en barco por el espléndido Duero. Una ciudad en pleno proceso de rehabilitación, con numerosos edificios en restauración. Hermosa catedral, maravillosa estación de S. Bento, con sus murales de azulejos. Bellas iglesias barrocas, callejuelas intrincadas, barrios populares. Y, además, una buena gastronomía, en la que no puede faltar el bacalao, cocinado de muy diversas y apetitosas maneras, junto al plato típico, las tripas, un rico guiso muy semejante a los callos a la madrileña. Una ciudad a la que vale la pena viajar. Además, la decoración navideña realzaba muchísimo los encantos de la ciudad (es una de las ventajas de viajar en Navidad, las ciudades se visten de luz y se dotan de una atmósfera especial). Merece la pena, además, visitar las tiendas de artesanía, que ofrecen bellas obras, destacando, en estos días, los maravillosos y muy variados belenes.
Vista nocturna de Oporto
Con nostalgia, y con lluvia, la mañana del viernes 5 tocaba regresar. Y sin embargo, aún faltaba un hermoso e inesperado descubrimiento. Emprendiendo la ruta hacia España con la idea de entrar por Ciudad Rodrigo, nos encontramos con la alta (por su ubicación en la cima de un monte, en situación estratégica privilegiada) y bella ciudad de Guarda. Es muy recomendable pararse en ella y recorrer sus callejuelas, entrar en sus iglesias barrocas y, sobre todo, explorar, por dentro y por arriba (pues se puede subir a los tejados) la magnífica catedral manuelina, que, con su perfil de fortaleza, protege la ciudad.
Catedral de Guarda
Portugal, un país para conocer, un país para amar.

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