sábado, 13 de enero de 2018

Domingo II del Tiempo Ordinario

La Liturgia de este domingo nos habla de la vocación, de la llamada que Dios nos hace a cada ser humano, para encontrarnos con Él, y experimentar su Amor renovador y salvador. Todos somos llamados a ese encuentro personal, que se realiza de modos distintos, en las diferentes circunstancias por las que atravesamos, en los variados contextos en los que vivimos y nos desarrollamos.
La primera lectura, del  I libro de Samuel (3,3b-10.19) nos habla de la llamada del pequeño Samuel. Un niño que se encuentra físicamente cercano al lugar de la presencia de Dios, el santuario de Siló, pero que aún no ha conocido a Yahvé. En la noche se escucha la voz que llama, y el pequeño la confunde con la de Elí. Por tres veces se produce la llamada y la confusión, hasta que el sacerdote, reconociendo la actuación divina, indica al niño la respuesta, "habla, que tu siervo te escucha". La llamada de Dios se realiza, en muchas ocasiones, en medio de las oscuridades de nuestra vida. El Señor está cercano, pero no somos capaces de reconocerlo. Sin embargo, si, a pesar del desconcierto ante la llamada divina, que no identificamos, somos capaces de levantarnos de nuestra comodidad, somos capaces de indagar, de buscar, nos encontraremos con mediadores, que nos pondrán en el camino correcto. Entonces, sólo queda abrirse a la escucha, con una actitud de disponibilidad, que nos llevará a cumplir la voluntad de Dios: "aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (Salmo responsorial)
Elí y Samuel (John S. Copley) 
La vocación de Samuel se convierte en modelo de otras llamadas. El Evangelio de san Juan (1,35-42) nos narra la vocación de los primeros discípulos de Jesús, tras el comienzo de su vida pública con el Bautismo en el Jordán. En este texto, Juan es el que señala a sus discípulos a Jesús como el cordero de Dios. Inmediatamente se acercan a Él, siguen sus pasos y, ante la pregunta de Jesús, le responden con otra, "¿dónde vives?". Es el deseo de conocer en profundidad, en intimidad, a Jesús. Y Jesús les invita a estar con Él. Un momento de encuentro que les marcó para siempre; Juan, uno de los dos discípulos (el otro era Andrés) retiene, años más tarde, la hora concreta en la que se produjo. Un encuentro que les transforma y que les anima a compartir con los demás, en primer lugar con los más próximos, la experiencia vivida. Pero no sólo compartir de un modo intelectual, sino conduciendo, en el caso de Andrés, a su propio hermano, Simón, ante Jesús. Un encuentro que cambiará para siempre la vida de éste, transformado, por la mirada de Jesús, no sólo en discípulo, sino en piedra, Cefas, Pedro, sobre la que se edificaría la comunidad cristiana.


Seguir a Jesús es, por tanto,fruto de un encuentro personal. Es cierto que ese encuentro no se produce de modo aislado, hay siempre mediaciones, personas, que nos ayudan a descubrir al Señor. Pero la respuesta es siempre personal, indelegable. Porque es todo mi yo el que se siente transformado por la presencia cercana, amistosa, amorosa y siempre misericordiosa de Cristo. Es Él quien me mira a los ojos, expresando el amor que me tiene, un amor desde el conocimiento más profundo e interior de mi propia realidad, llegando hasta lo que se me escapa, aceptándome y acogiéndome desde lo que soy, con mis luces y mis sombras, con mis pecados y mis virtudes. Un amor que me invita a seguirle, que es, ante todo, estar junto a Él, tener una relación íntima, profunda, cercana a Cristo. El encuentro con Jesús, como le ocurrió a Pedro, cambia la propia vida hasta unos límites insospechados, que nos embarca en un nuevo rumbo, un nuevo camino, trazado siempre por la senda del Amor, en su doble, aunque en realidad único modo, de apertura total y disponible a Dios y entrega y servicio a los demás, un servicio que comienza con el mostrarles, como Elí, como Juan y como Andrés, al Cordero de Dios que salva al mundo, derrotando al pecado y a la muerte.

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