Las conferencias de
Metropolitanos
Uno de los principales problemas de la Iglesia en
España había sido su profunda división a lo largo del siglo XIX. A pesar de las
reiteradas llamadas a la unidad por parte de los romanos pontífices, estas
divisiones seguían (y seguirían por mucho tiempo), reinando en la Iglesia
española. Se echaba en falta una mayor coordinación entre los diferentes
obispos, tanto a la hora de afrontar retos pastorales como a la de lograr
ayudas económicas. Asimismo se sentía que la falta de criterio en el episcopado
era la causa del entorpecimiento que tenía la acción religiosa y social en
España, mientras que la falta de comunicación y de acuerdo hacía que se
quedaran sin resolver cuestiones de gran interés para la Iglesia. El nuncio Tedeschini
observaba que los obispos, en el gobierno de las diócesis, estaban aislados e
indiferentes entre sí, no teniendo otro elemento común que las disposiciones
genéricas de la Santa Sede, que cada uno interpretaba, aplicaba y seguía como
mejor creía; por otro lado, las conferencias provinciales, que según el canon
292 del Código de Derecho Canónico, debían celebrarse cada cinco años, no se
hacían con la debida regularidad.
Dada la situación en la que se encontraba la Iglesia en España, Tedeschini
consideró necesario poner en marcha reuniones periódicas de los obispos, pero
antes, quiso escuchar la opinión de algunos, especialmente al obispo de
Plasencia, al cardenal de Tarragona y al arzobispo de Valencia, Reig, promovido
a la sede primacial de Toledo. En la carta a Reig, fechada el 22 de junio de
1922, el nuncio, tras señalar la suma conveniencia de la realización de dichas
reuniones, excusándose de que era nuevo en España, le pedía, de modo
confidencial, que le informara sobre cual era la costumbre existente en el
país, es decir, si los obispos españoles celebraban cada año las conferencias y
si estas eran provinciales, de todos los sufragáneos con el metropolitano y
nacionales, de todos los metropolitanos con el primado; en el caso de que ya se
celebraran, rogaba al arzobispo que le indicara qué modificaciones creía
conveniente y si no se realizaban, si creía oportuno que la Santa Sede diera
las disposiciones pertinentes.
El obispo de Plasencia, Ángel Regueras, respondió
mediante un informe, fechado el 19 de junio de 1922, en el que señalaba las
ventajas, en orden a la defensa de acerbo religioso español, de la acción
colectiva, reforzado por el hecho de tener un orden legal común que regulaba
las relaciones con el Estado, concretado en el Concordato; asimismo, a su
juicio, esta actuación colectiva podría producir bienes en el orden económico,
de cara a regular de forma más justa la distribución de las ayudas estatales y
en el terreno de los arreglos parroquiales, en orden a la erección de
parroquias y reorganización eclesiástica, que requerían un plan uniforme,
meditado y resuelto, pudiéndose aplicar lo mismo al terreno de la acción
católica y social. Otro informe recibido
señalaba que la falta de unidad de criterio en el episcopado había entorpecido
el desarrollo de la acción religiosa y social en España, mientras que la falta
de comunicación y acuerdo, había sido la causa de que se quedaran sin resolver
cuestiones de gran interés para la Iglesia, de modo que tanto las conferencias
provinciales, en las que se reunieran los obispos de la provincia eclesiástica
bajo la presidencia de su metropolitano, como las interprovinciales, de los
metropolitanos presididos por el primado, darían resultados positivos.
El 8 de julio enviaba su respuesta monseñor Reig.
En ella manifestaba que siempre había considerado estas conferencias muy a
propósito para unificar la acción, coordinar los criterios y esfuerzos y dar
más eficacia a la labor del episcopado, en unión con la Santa Sede; asimismo,
informaba que en España nunca se habían celebrado conferencias episcopales de
carácter nacional, mientras que las de metropolitanos con sus sufragáneos, le
parecía que se celebraban cada cinco años. Reig consideraba que las reuniones
de los metropolitanos con el primado, en su opinión necesarias, tendrían que
tener la sanción, consejo o mandato de la Santa Sede, quien podría fijar las
normas a las que debería sujetarse, normas que, según él, se concretarían en un
requerimiento previo a los metropolitanos para que indicaran los puntos que
convendría tratar; la redacción del cuestionario y presentación del mismo a la
aprobación del nuncio; el envío del cuestionario a cada uno de los
metropolitanos, quienes podrían consultar a alguno de sus sufragáneos; la
designación, una vez recibidas las contestaciones de los metropolitanos, de
ponentes que formularan las conclusiones prácticas para cada una de las
cuestiones; la redacción del acta correspondiente, de la que se daría cuenta a
la Santa Sede.
Recabadas estas informaciones, Tedeschini escribió el
13 de julio al cardenal Gasparri, secretario de Estado, informándole del
proyecto.
Argüía la necesidad de instaurar las conferencias por una parte para superar la
desconexión y falta de coordinación existente entre el episcopado, pero por
otra para poder afrontar los problemas de la institución eclesiástica,
comenzando por el clero, del que afirmaba no era un misterio “la miseria, la indisciplina, la
insubordinazione nel basso clero”, el descuido de la cura de almas,
especialmente la parroquial, a lo que añadía la situación de los seminarios,
necesitados de reformas radicales en sus reglamentos disciplinarios y en sus
planes de estudio. Asimismo destacaba la pobre existencia de la Acción Católica
y la situación moribunda del movimiento social. Por todo ello creía necesario
que los obispos se reunieran en conferencias periódicas para afrontar los
problemas prácticos más urgentes, tanto de orden religioso como social. La
respuesta de Secretaría de Estado, el 20 de agosto, recordaba lo prescrito en
el canon 292, e indicaba el modo en que había de realizarse, e incluso preveía
que, en caso de que el metropolitano no demostrara interés en las conferencias,
se celebrarían encomendando la nunciatura su realización a cualquier obispo.
Aún sin haber tomado posesión de la sede toledana,
Reig se puso manos a la obra y convocó a los metropolitanos a una reunión en
Madrid, en el Palacio de Cruzada, perteneciente al arzobispo de Toledo como
comisario de la bula de Cruzada, el 4 de febrero de 1923; en dicha convocatoria
les pedía que le enviaran una indicación de los asuntos que creyeran debían ser
objeto de deliberación, a la vez que les adjuntaba algunos puntos que habrían
de tratar.
Reig llegó a Madrid el 3 de febrero y el día siguiente, domingo, se reunió con
el nuncio para tratar varios asuntos. Ese día se inauguraron las conferencias,
prolongándose la reunión hasta el día 7, tratando numerosos temas, entre los
que destacaron el relativo a la Institución Libre de Enseñanza y el modo de
combatir su influencia, así como la oposición del episcopado a la reforma del
artículo 11 de la Constitución. Otros puntos destacados fueron el
establecimiento de reuniones anuales de los obispos sufragáneos con el
metropolitano y semestrales entre estos; la cuestión de la contribución
territorial de las comunidades religiosas; la selección de los candidatos al
episcopado. Ante los metropolitanos se presentaron los directores de El Siglo Futuro, Manuel Senante, de El Universo, Rufino Blanco y de El Debate, Ángel Herrera, a los que
Reig, como primado, les exhortó a la unión y les expuso el deseo de los
metropolitanos de que todos los periódicos católicos practicasen reunidos en
una sola tanda los Ejercicios Espirituales y el propósito del episcopado de
adquirir una amplia casa con el objeto de alquilarla a los diarios católicos.
A partir de esta primera reunión, las conferencias de
metropolitanos se convertirían, hasta la creación de la Conferencia Episcopal
Española tras el concilio Vaticano II, en el principal órgano de coordinación
de la Iglesia en España. La siguiente conferencia, en cumplimiento de lo
estipulado, se reunió en Madrid entre los días 12 y 16 de diciembre de 1923. La
capital del reino sería el lugar habitual de celebración, aunque alguna, como
la de los días 21 al 23 de octubre de 1926, se realizó en el palacio arzobispal
de Toledo. Por otro lado Reig reunió también la conferencia de los obispos de
la provincia eclesiástica. En la que tuvo lugar del 22 al 24 de octubre de
1923, se analizaron las condiciones de la vida eclesiástica y diocesana y se
decidió que el cardenal primado presentara al presidente del Directorio
militar, Primo de Rivera, una petición en la que se solicitaba que la reforma
escolar se hiciera sobre la base de la educación católica y se salvaran los
derechos de la autoridad eclesiástica sobre todos los centros escolares en lo
que atañese a la religión y la moral; que se estableciese un fondo para la
jubilación de los párrocos; que se aumentase la dotación para el culto; por
último, se lanzó la idea de celebrar un concilio provincial para el año 1926,
centenario de la catedral de Toledo.
En 1926 los metropolitanos españoles, al finalizar la
conferencia celebrada entre el 28 y el 30 de abril, publicarían su primera
pastoral colectiva, sobre la inmodestia de las costumbres públicas.
En la misma conferencia acordaron,
en vista de la expulsión de sacerdotes y religiosos españoles realizada en
México, dirigir una carta al episcopado mexicano protestando de la situación
creada a la Iglesia y de las medidas tomadas contra sus ministros.
En 1927 se planteo la cuestión de dar mayor impulso a
las conferencias regionales, tras el encargo que hizo el papa Pío XI a las
Congregaciones Consistorial, de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y del
Concilio de estudiar el asunto; en España, el nuncio consultó a los diferentes
obispos un proyecto que agrupara a los prelados por zonas, reuniéndoles no una
sino dos o más veces según las exigencias de cada región.
Se trataba de crear un marco más amplio que el de las provincias eclesiásticas
y con más participación que el ámbito restringido de las reuniones de los
metropolitanos. Sin embargo diversas dificultades impidieron su concreción,
entre ellas la opinión adversa del cardenal Segura, sucesor de Reig en Toledo,
de modo que, en 1929, la Santa Sede decidió que se siguiera con el sistema de
reunión de los metropolitanos, si bien precedida por la de estos con sus
sufragáneos, de modo que se pudiera recoger el sentir del episcopado y hacerse
eco del mismo en la reunión de metropolitanos.
La última conferencia a la que asistió Reig fue la
celebrada en Toledo, en el palacio arzobispal, los días 21 al 23 de noviembre
de 1926.
La siguiente, en mayo de 1927, ya con el primado enfermo, fue presidida en
Madrid por el cardenal arzobispo de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer.
Al propio Vidal le correspondería la presidencia en la celebrada el 9 de
octubre de ese mismo año, la primera tras la muerte del primado.
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