El Real Patronato
Uno de los problemas que el primado hubo de afrontar
fue el de la provisión de los cargos eclesiásticos en España. Eran muchos los
que se quejaban de los abusos y perturbaciones que el sistema vigente acarreaba
a la Iglesia española. La práctica hasta el siglo XVIII había consistido, en lo
referente a las iglesias catedrales y colegiatas, en que las provisiones se
iban haciendo en meses alternos por el papa y los obispos; el Concordato de
1753 alteró radicalmente este sistema, quedando reducida a cuatro meses la
alternativa de los obispos y concediéndose los ochos restantes a la Corona. El
derecho de los obispos se vio aún más reducido por el Concordato de 1851, en el
que no sólo se reservó a la Corona el nombramiento para el deanato, sino que
también la provisión de las vacantes producidas por resigna o promoción.
Pero a la altura de los años veinte, el viejo
privilegio se consideraba ya como algo caduco, “una verdadera institución medieval” que al ejercerse en
circunstancias tan distintas de las originarias, apenas justificaban siquiera
el calificativo de Real.
Se veía desligado de los motivos históricos que le dieron origen, de modo que
los gobiernos anticlericales que habían regido el país durante el último siglo
poco tenían que ver con los monarcas que se proclamaban defensores de la fe y
que merecieron el privilegio. La misma prensa liberal denunciaba que los
políticos que dirigían el ministerio de Gracia y Justicia estaban muy lejos de
dominar con la debida competencia los asuntos eclesiásticos, siendo muy
contados los que llegaban al cargo en condiciones de orientarse para los
nombramientos del clero, lo que daba lugar a un régimen de favor y
arbitrariedad. Además, tras la Gran
Guerra, con la caída del Imperio austro-húngaro y otras monarquías, la Santa
Sede había optado por ir haciendo desaparecer los viejos privilegios concedidos
a los monarcas. Era, por tanto, deseo de la Iglesia, manifestado explícitamente
por Benedicto XV y Pío XI, afirmar su independencia y libertad.
El 22 de diciembre de 1923 Reig envió al nuncio un
escrito del obispo de Calahorra, en el que éste exponía los daños que sufría la
Iglesia con el procedimiento de provisión de las prebendas en catedrales y
colegiatas, así como los remedios posibles; de ello había dado cuenta en la
reunión de metropolitanos, y estos convinieron que dado el estado de cosas en
el que se encontraban, no se podría lograr una reforma que lesionaría en tal
modo el Real Patronato que tendría que ser objeto de nuevo Concordato.
Lo que denunciaba el obispo calagurritano, Fidel
García Martínez, era que, con el sistema existente, no solo el nombramiento de
la mayor parte de los principales puestos de las diócesis había venido a caer
en manos de una autoridad extraña a la Iglesia, como era el ministerio de
Gracia y Justicia, sino que además gozaba en ello de una libertad que no tenía
para los nombramientos de funcionarios civiles de su departamento, lo cual
conducía a que no siempre se designaran los más dignos o capaces; el obispo
denunciaba además las corruptelas existentes; los ascensos de personas
medianas, mediocres e ineptas; los servicios políticos pagados con beneficios
eclesiásticos; los nombramientos debidos a la influencia de caciques o de
partidos políticos, todo ello concretado en cuatro daños producidos: primero,
para el gobierno de las diócesis, pues los cabildos así formados no merecían la
confianza de los prelados; para los cabildos, la admisión de personas incapaces
y el cese de estímulos para los que verdaderamente lo merecían; para el clero
diocesano, la desilusión y el escándalo; para el pueblo fiel, la esterilidad
del ministerio sacerdotal. Como remedio radical proponía que la Iglesia pudiera
recuperar su libertad, en conformidad con el propio derecho vigente, como
aparecía en el canon 403 o, al menos, acercándose lo más posible; a su juicio,
podría la Corona reservarse, como recuerdo histórico y honorífico, una dignidad
o canonjía en cada cabildo, o al menos, no pudiendo conseguirse otra cosa, que
nombrara siempre en terna propuesta por el obispo.
La solución que finalmente se impuso fue la de la
creación de una Junta eclesiástica que, delegada por el rey, propusiera a éste,
como patrono de las iglesias de España, las personas que debían ocupar las
prebendas y beneficios vacantes; Alfonso XIII firmaba el real decreto el 10 de
marzo de 1924. El nombre oficial era el
de Junta Delegada del Real Patronato, y estaba compuesta por el arzobispo de
Toledo, como presidente nato; un arzobispo y dos obispos titulares; un
prebendado dignidad; un canónigo y un beneficiado, pertenecientes estos tres
últimos al cabildo de cualquier catedral o colegiata del reino. La Junta
designaría a uno de los vocales para la función de secretario. Los obispos
españoles elegirían a los prelados que fueran vocales en la forma que ellos
consideraran mejor, pero el resto se haría por voto corporativo de cada
catedral o colegiata, computándose en cada una de ellas un voto por clase de
aquellas a las que fueran a pertenecer los elegidos, remitiéndose las actas de
elección al arzobispo de Toledo, quien procedería al escrutinio, ayudado por un
capitular y un beneficiado de la catedral primada, comunicándose el resultado
al ministerio de Gracia y Justicia, para que procediera al nombramiento; la
Junta, excepto su presidente, se renovaría cada dos años. Para la elevación de
presbíteros al episcopado, los obispos pertenecientes a la Junta debían hacer
en el mes de enero de cada año una clasificación de un número aproximado al de
posibles vacantes, señalando sus méritos y condiciones, y con carácter
reservado, entregar la lista al ministerio de Gracia y Justicia, para que lo
tuviera en cuenta para las propuestas al rey; la promoción a los arzobispados,
así como los destinos de todos los prelados sería a propuesta del Gobierno.
Cuando un beneficio o prebenda quedara vacante, se comunicaría al presidente de
la Junta para que se anunciara la vacante en los boletines oficiales de todas las
diócesis y pudieran los aspirantes acudir ante la Junta. Esta elevaría al rey,
por medio del ministerio de Gracia y Justicia, la relación nominal, con la
indicación de los méritos de quienes considerara con la virtud y capacidad
necesarias para ocupar la vacante que se tratara de proveer, así como otros
nombres que aunque no hubieran solicitado la vacante, constasen sus
merecimientos; asimismo la Junta informaría al ministerio de las exclusiones
acordadas.
Esta normativa fue vista como una gran novedad. Para
algunos era una dejación, por parte del Gobierno, de una de sus funciones; para
otros, como expresaba El Debate, se
había quedado corto, pues era preciso aspirar a la plena libertad de la Iglesia
a la hora de nombrar los diversos cargos. A juicio del nuncio, con el que coincidió el secretario de Estado, Gasparri,
debería contar con un reglamento especial para la elección de los candidatos
episcopales, en el que se impusiera el secreto pontificio.
La primera Junta quedó constituida por el cardenal Reig,
como presidente y como vocales numerarios el arzobispo de Valladolid, Remigio
Gandásegui; el obispo de Salamanca, Ángel Regueras; el de Pamplona, Mateo
Múgica; el arcipreste de la catedral de Zaragoza, José Pellicer; Víctor Marín,
canónigo de la iglesia primada de Toledo y Acisclo de Castro, beneficiado de
Zamora.
Para los años 1926 y 1927, los vocales fueron Remigio Gandásegui, arzobispo de
Valladolid; Mateo Múgica, obispo de Pamplona; Ramón Pérez, obispo de Badajoz;
José Pellicer, arcipreste de Zaragoza, Víctor Marín, canónigo de Toledo y
Felipe Ibave, beneficiado de la misma catedral.
El 25 de noviembre de 1924 enviaba el cardenal Reig al nuncio la lista con los
nombres de aquellos que se consideraba pudieran ser promovidos al episcopado y
que habían sido aceptados unánimemente por la Junta Delegada.
El 30 de marzo de 1925 se volvía a reunir la Junta, proponiendo al Gobierno una
nueva lista de nombres de sacerdotes que reunían las condiciones para ser
promovidos al episcopado.
El 17 de junio Tedeschini respondía al primado, indicando que, a su parecer, y
salvo juicio superior de la Santa Sede, todos ellos, salvo uno, el
penitenciario de Vich, podían ser presentados para el episcopado.
Ese año, el 14 de diciembre, se firmaba el real
decreto sobre turnos para la provisión de cargos eclesiásticos, con el fin de
que la misma pudiera hacerse lo más equitativamente posible, evitando que los
distintos servicios de los aspirantes aparecieran confundidos, estableciendo
para el orden de los concursos ocho categorías.
En la reunión que tuvo lugar el 12 de marzo de 1926 se
acordó proponer al Gobierno los nombres de Miguel Moreno Blanco, maestrescuela
de la catedral de Córdoba y secretario de cámara de dicha diócesis; el padre
Juan Perelló, superior general de la congregación de los Sagrados Corazones y
catedrático de Teología Moral en el seminario de Mallorca; don Justo Goñi,
arcediano de Tarazona y vicario general de la diócesis; Teodolindo Gallego,
arcediano de Lugo; además se repetía la propuesta que se hizo el 24 de
noviembre de 1924 a favor del arcediano de Tarragona, Isidro Gomá.
El 10 de abril el nuncio escribió al cardenal Reig que no había obstáculo para
que fueran propuestos Isidro Gomá,
Juan Perelló y Miguel Blanco Moreno, mientras que de los otros se reservaba el
parecer hasta que recibiera algunos datos que había pedido sobre ellos.
Esto parece demostrar el interés de la Santa Sede de realizar una selección de
los candidatos, antes de que llegara la lista al Gobierno; es más, el propio
Reig había solicitado de Tedeschini el nombre de los candidatos que merecían su
beneplácito. Poco después, el nuncio
volvía a escribir al primado, indicándole que los arcedianos de Lugo y Tarazona
quedaban descartados, uno por la edad y delicado estado de saludo, y el otro
por un conjunto de circunstancias que no le hacían idóneo.
El 18 de noviembre de 1926 se reunió de nuevo la Junta, acordando presentar a
Silvio Huix Miralpeix, del oratorio de San Felipe Neri; a Antonio Cardona,
magistral de Ibiza y secretario de cámara; Germán González Oliveros, magistral
de Valladolid; Justo Goñi, vicario capitular de Tarazona; Joaquín Ayala,
doctoral de Cuenca y José Pellicer, arcipreste de la catedral de Zaragoza.
De ellos Tedeschini indicaba el 7 de febrero de 1927 al primado que podía
presentar al Gobierno los nombres de Silvio Huix, Antonio Cardona y Justo Goñi.
Esta sería la última vez que actuara Reig como presidente de la Junta; la
siguiente reunión, tras la muerte del prelado, sería el 28 de enero de 1928,
presidida ya por el cardenal Pedro Segura.
Tras la caída de Primo de Rivera, la Junta fue suprimida, por decreto del
ministro de Gracia y Justicia, José Estrada, el 16 de junio de 1930, con la
justificación de que era función del Gobierno volver a la normalidad, y por tanto
era preciso restablecer el ejercicio de las disposiciones concordadas en su
pleno vigor. Dicha supresión fue
duramente criticada por el nuncio, quien en su informe al secretario de Estado,
Eugenio Pacelli, alababa el funcionamiento de la misma, pues había servido al
mejor ejercicio de las disposiciones concordatarias, sin que, a su juicio, y
opuestamente a lo que opinaba el ministro, se hubiera salido de la normalidad
en este asunto; Tedeschini creía que se había querido, ante todo, destruir
también en esta materia todo vestigio de Primo de Rivera y que en España se
volvía a instaurar el régimen de las influencias políticas, con las
consiguientes clientelas, prestándose el campo de los beneficios eclesiásticos
muy bien a estos fines.
No es de extrañar, por tanto, que cuando un año más tarde se proclamara la
república, fuera vista por la Santa Sede como una oportunidad inmejorable para
la consecución de la ansiada libertad en los nombramientos eclesiásticos
españoles.
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