viernes, 15 de noviembre de 2013

Papa Francisco

Como lo prometido es deuda y los compromisos, a pesar de lo que piensen los políticos, son para cumplirlos, por fin me animo a escribir unas reflexiones personales (incido en lo de personales y, por tanto, muy subjetivas) sobre lo que ya podríamos definir como "fenómeno Francisco". Y es que el actual Papa, en pocos meses de pontificado, ha logrado no dejar indiferente a nadie, no sólo a los católicos, sino a creyentes de otras religiones, agnósticos y ateos. Mi aproximación será desde lo visto, oído y leído estos días pasados en Roma, siempre sujeto a la propia interpretación, por lo tanto falible y enteramente discutible.

Me parece que es indudable el impacto que el Papa Francisco ha producido entre los católicos. Basta pasar un miércoles por la plaza de San Pedro para encontrarse, desde muy temprano, con riadas de peregrinos que acuden a la Audiencia. Nunca, en los años que llevo pasados en Roma, he visto tanta gente un miércoles. Pero es que los domingos ocurre igual en el Angelus. Y a decir de muchos (relata refero) gran parte de estos peregrinos son gentes alejada de la Iglesia. En Italia ha crecido el número de los asistentes a misa, así como el de confesiones. ¿Cómo se explica? Ante todo, Francisco, creo, está devolviendo, con su estilo de vida, con su palabra cercana, comprensiva, con su proximidad a todos, la ilusión en que la Iglesia sea lo que debe ser, testimonio del Amor de Dios a la humanidad, Amor que sana, cura y salva. Para numerosos católicos está significando una llamada a vivir con mayor autenticidad el evangelio, a una mayor coherencia. Quizá muchos echaban de menos una apuesta, desde el vértice de la jerarquía, por la sencillez, la pobreza, el alejamiento de un estilo demasiado ostentoso, lejano. Un Papa que, a la vez, ha hecho oír firme la voz de la Iglesia en temas que afectan de lleno a la humanidad, como el de la paz; quizá no se ha incidido demasiado, y merecería la pena, en lo que ha influido la convocatoria de una oración mundial por la paz para evitar la actuación norteamericana contra Siria (muestra, por otra parte, de las divergencias y grandes reticencias de la Santa Sede hacia la política de Estados Unidos en Oriente próximo, pero esta cuestión merecería otro tratamiento aparte). La Santa Sede ha recuperado con Francisco no sólo peso moral sino también presencia internacional, y esto no puede perderse de vista.
Pero no todo es aceptación. Y no me refiero a la Curia, sobre la que volveré. Quizá en España no sea (al menos aún) demasiado perceptible, tal vez porque el catolicismo español, muy devoto del romano pontífice, no es muy dado a críticas abiertas o en voz alta al Papa. Pero en Italia sí he podido comprobar, no sólo entre ciertos clérigos, sino también entre laicos, algunos con repercusión mediática, preocupación porque el Papa, al insistir más en la misericordia, en el acercamiento, en la praxis, se olvide de la doctrina. La entrevista a La Civiltà Cattolica ha levantado muchas ampollas. Pero creo que las acusaciones no son justas; el Papa no va a variar (no puede, aunque los que no entienden el alcance del dogma de la infalibilidad papal piensen que sí) lo que es esencial a la doctrina católica; porque ésta está clara, no habría más que profundizar en el magisterio de los últimos pontífices y sobre todo en el de Benedicto XVI, tan rico e incluso con intuiciones muy avanzadas, a pesar de lo que se crea; Francisco ha optado por la praxis, por el poner en práctica, de modo existencial, esa doctrina, que ha de ser misericordia. Creo que su imagen de Iglesia es la del Buen Samaritano, una Iglesia que cura las heridas de una humanidad arrojada en las lindes de la historia. Una Iglesia que sale, en una línea muy de Juan XXIII, no a condenar, sino a salvar. Juan XXIII fue la figura que se me vino a la cabeza el día en que Francisco salió a la logia central de la Basílica Vaticana, y he de reconocer que, desde el primer momento, me entusiasmé con el nuevo sucesor de Pedro.
¿Qué percepción hay de lo que pretende el Papa? De las múltiples opiniones que he escuchado en los pasados días romanos, hay una que me parece plausible: Francisco, sin romper con los dos pontificados anteriores, quiere volver, sin embargo, a un segundo postconcilio, un postconcilio capaz de superar los antagonismos y tensiones de los años sesenta y setenta. Alguno ha empleado la palabra revolución; no estoy muy seguro, pero sí se percibe un deseo de entroncar con la renovación del Vaticano II, recuperarla plenamente y sacar todas las consecuencias del mismo. Una superación de nostalgias, como ha dicho alguna vez Francisco, que abarca desde el desprendimiento de los últimos oropeles de la vieja corte pontificia hasta superar el "revival" del rito romano antiguo, convertido, más allá de su legítima riqueza litúrgica, en un elemento de posicionamiento ideológico. Una Iglesia más pobre, y para los pobres. Un obispo de Roma que sea más pastor de su grey que Jefe de Estado. En esta línea, creo, que están sus gestos, desde el mismo momento de la elección, con la eliminación de pompas, la sencillez en los detalles, la crítica la lujo y ostentación. 

Quizá la más atacada, en este sentido, sea la Curia. No porque sea escenario de conspiraciones a lo Dan Brown, sino porque en los últimos pontificados ha ido asumiendo un papel que no le corresponde, suplantando al propio Papa. En la Curia, doy fe, hay gente entregada, trabajadora, honrada; hay también, y tal vez sea más llamativa, aunque creo (y no es un tópico) minoritaria, gente que sí desea hacer carrera. Pero esto no se soluciona por decreto. La renovación de la Curia, que es una necesidad, requiere tiempo, pues se precisa un replanteamiento profundo, para que sea una ayuda al Papa a la hora de atender a la Iglesia Universal, y no una barrera entre el Papa y los obispos. A mi juicio hace falta una simplificación, una reducción de dicasterios, una mayor presencia de laicos y religiosas, una menor de italianos (que consideran, en muchas ocasiones, la Curia como un coto cerrado suyo, además de las implicaciones con la política y la economía de su país, que tanto daño ha hecho a la Iglesia); una desclericalización de los organismos, una limitación en el tiempo de la permanencia en la misma y sin perspectivas de ir escalando poco a poco hasta llegar al episcopado (¿por qué han de ser todos los prefectos obispos -sin fieles, lo que es una aberración teológica-?) Otra cuestión candente es la del IOR, pero aquí mis nulos conocimientos económicos me impiden dar una opinión consistente, aunque es sabido que necesita una profunda restructuración, sino acaso su simple y lisa eliminación.
Son muchos los retos que ha de afrontar el Papa. Alguno de los gestos del principio de pontificado tendrán que ser reconducidos, pues se ve que en la práctica suponen dificultades, como el caso de la seguridad papal en Río; tampoco es factible que el Papa siga respondiendo personalmente a las miles de cartas que le llegan y ya se está restringiendo el acceso a la misa de diario en Santa Marta. El Papa, como todos los Papas, ha de aprender a serlo, poco a poco, aunque creo que el estilo personal de Francisco no variará en exceso.
En cualquier caso, creo que es un momento clave en la historia de la Iglesia. En un mundo cambiante, tal vez en el quicio de una nueva era histórica, la Iglesia tiene que encontrar su lugar, superar definitivamente la línea de conflicto y de condena que arrancaron con al Revolución francesa y ser verdaderamente, como afirma uno de los más hermosos textos conciliares, Lumen gentium, luz de las gentes. Y estoy convencido de que el Papa Francisco va en esa línea.
Volveremos sobre el tema.

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