martes, 17 de diciembre de 2013

De manipulaciones históricas

Reconozco que me ha costado volver a escribir. Sumido en una vorágine de activismo, me falta tiempo para una reflexión serena, sin la cual se pueden decir muchas cosas, pero casi todas tonterías. Prometí escribir sobre la manipulación que los políticos nacionalistas están realizando con la historia, algo que estos últimos días ha alcanzado unas cotas que rozan el surrealismo. Quede claro que me parece respetable cualquier
opción política, todas son legítimas, y se supone que cada uno decide basándose en unos motivos personales bien asentados. Lo que no es de recibo es la manipulación, la tergiversación, la mentira. Y lo más terrible es que siempre haya historiadores dispuestos a colaborar. Lamentable. Y triste.
A estas alturas, al menos en el ámbito profesional de la historia, se conocen los mecanismos con los que los Estados-naciones liberales del siglo XIX elaboraron una historia nacional, que tenía la misión de cohesionar a la ciudadanía, y que contaba con una mitología que retrotraía la esencias patrias a una remota antigüedad, esencia que pervivía a lo largo de los avatares que sufría el pueblo. Esa esencia, ese espíritu del pueblo, el Volksgeist, permitía el resurgimiento de la nación, y venía a identificarse con una lengua común, y en el caso español, de una forma muy concreta, con el catolicismo. Todo ello ha sido perfectamente estudiado, y en nuestro ámbito contamos con la obra del profesor José Álvarez Junco, tanto la pionera Mater Dolorosa, como el libro publicado este año 2013, Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad. A ellas me remito.
Por ello resulta cuanto menos sorprendente que, a estas alturas del progreso historiográfico, se vuelvan a repetir los mismos esquemas del siglo XIX, aunque esta vez aplicados a las historias nacionalistas. Una recreación de la historia, buscando unos mitos fundantes, y aplicando unos esquemas de Paraíso-Caída-Redención. Es cierto que, para el caso de los "mitos" vascos, están los trabajos de Jon Juaristi y de Juan Pablo Fusi, por citar los más conocidos. Pero lo que está ocurriendo en Cataluña (insisto, en el ámbito de la historiografía, no pretendo acercarme a la cuestión política), es vergonzoso para un historiador. Estos días me he sentido realmente indignado y enfadado, al leer ciertas reconstrucciones, que por otra parte ya conocía, cuando estuve estudiando catalán (los mapas de los libros de texto, con Els Països Catalans, eran una burda manipulación de la geografía y de la historia). Se han cargado, además, la obra de Vicens Vives; han dejado la historiografía catalana por los suelos. Todo son mentiras, o medias verdades. La guerra de Sucesión fue eso, un conflicto dinástico en el que unos catalanes apoyaron al archiduque Carlos y otros a Felipe de Borbón (¿nadie explica que la universidad de Barcelona fue trasladada a Cervera por el rey, en premio por su fidelidad?); y en la lógica del Antiguo Régimen, al haber roto las Cortes catalanas el lazo de obediencia que habían jurado al rey Felipe V, éste se sentía libre para no cumplir su parte del pacto, que era respetar los fueros. Pero es que, además, esos fueros sólo beneficiaban a una pequeña parte de la sociedad catalana. A lo que hay que añadir que, gracias a esa supresión, Cataluña quedó integrada en el marco económico de la monarquía y pudo comerciar con América, con lo que se pusieron las bases para el posterior desarrollo industrial. Nada que cualquier historiador, desde Vicens Vives, sabe. O nadie quiere recordar que una de las causas de la insurrección cubana fue el proteccionismo del Estado español sobre el mercado de la isla, que beneficiaba, fundamentalmente, a la burguesía de Barcelona. Y así se podrían multiplicar los ejemplos. Pero creo que no vale la pena. La irracionalidad (y el nacionalismo, sea el que sea, es profundamente irracional) no se puede combatir con razones. Pero, al menos los historiadores, deberíamos dar ejemplo de honestidad profesional y buscar la verdad (tan siquiera como meta ideal), y no vendernos por treinta monedas. Aunque ya lo dijo Pilato, ¿qué es la verdad?

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