Sentado sobre
un fragmento de arquitrabe, frente por frente a la Columna Trajana, inicio
una nueva serie de crónicas, en las que
trataré de expresar las experiencias de la etapa investigadora que he comenzado este mes de octubre en la Ciudad Eterna. Roma. No se trata para mí de un
lugar ajeno. Son ya muchas las temporadas que he pasado aquí, desde que en el
2007 comencé a frecuentar el Archivo Secreto Vaticano para escribir mi tesis
doctoral. Y antes, varias visitas como turista. Sí, la verdad es que en Roma me
siento como en casa, casi puedo afirmar que “cives
romanus sum”. Con todo lo que ello conlleva.
Ser, sentirse ciudadano
romano, es algo más que una definición de pertenencia. Es considerarse heredero
de una tradición que ha forjado lo que somos en Occidente. Uno de nuestros
mayores dramas, que tal vez explique la causa de la decadencia occidental que
denunciaba Spengler a principios del siglo XX, es el abandono de nuestras
raíces. Es la herencia grecorromana, fundida con la tradición judeocristiana,
la que ha sentado las bases de los conceptos de persona, libertad, democracia,
derecho, justicia, que nos definen. Estoy plenamente convencido de que es
ahondando en esas raíces, conociéndolas, bebiendo de esas fuentes, donde
encontrándonos a nosotros mismos hallaremos el sentido del camino que hemos de
recorrer como colectividad. Físicamente casi lo siento aquí, en este lugar
donde Trajano, a ambos lados de la columna que conmemoraba su victoria sobre
los dacios, hizo construir dos bibliotecas, la latina y la griega. El fruto de
su victoria lo dejó aquí, el triunfo sobre la barbarie sólo se podría perpetuar
si lo que imperaba era el saber, el conocimiento, la literatura de los griegos
y el derecho, el raciocinio, la organización romana. Dos ríos que, uniéndose, y
acrecentándose más tarde con el vigor del naciente cristianismo, han fecundado
la historia, creando eso que llamamos Occidente, y que, a pesar de tantos
errores, tantas sombras y oscuridades, estoy plenamente convencido, llámeseme,
si se quiere, etnocéntrico, que no me importa, estoy firmemente persuadido de
que es el único ámbito en el que un ser humano puede llegar a ser persona en
plenitud.
Roma. Tantas
cosas encierra esta palabra. Tantos sentimientos, tantas experiencias acumuladas.
Siento a esta ciudad como parte de mí. Y me siento, me experimento, parte de
ella. Roma es una bella amante, que embruja, enloquece, extasia. Es posible morir por exceso de belleza. Roma pagana y cristiana, antigua y moderna. Sus latidos
se pueden escuchar si uno es capaz de sobreponerse al ruido y a las prisas de
las hordas de turistas que la invaden. Donde mejor se percibe la ciudad es en
los rincones solitarios, en las ruinas casi desconocidas, en las pequeñas
iglesias que ocultan algún Caravaggio o mosaicos que pueden parangonarse con
los de Ravenna. Me encanta callejear, descubrir las mil y un sorpresas que la
Urbe nos depara. Es hermoso pasar por el guetto, apenas un pobre reflejo de lo
que fue antes de que las aberraciones racistas nazifascistas acabaran con la
mayor parte de sus habitantes, y escuchar cantar a los niños de la escuela
judaica. El sol, con sus múltiples variaciones sobre las piedras milenarias,
hace resplandecer y resurgir el esplendor abatido.
Es muy bello el sentarse aquí y contemplar, enhiesta, dorada por la luz del atardecer, la
Columna Trajana, mientras que sobre el Colosseo, cubierto de andamios, avanza
una nube que nos recuerda que estamos en otoño, y que la lluvia suele
derramarse generosa sobre la ciudad, limpiando la atmósfera cargada de
contaminación, consecuencia inevitable del desquiciado tráfico romano. La fea
mole del Vittoriano aparece más que nunca como una tarta nupcial, con el blanco
intenso de su limpieza. Tarde cálida de otoño. Octubre quizá sea la estación
más bella en Roma, la ottobrata. Aún
sin el frío ni la oscuridad que reinarán más adelante, ni el tórrido calor del ferragosto.
Uno casi se
siente poeta, en esta ciudad, en estos momentos. Hay que dejarse embriagar por
su belleza, detenerse, sin prisas, a contemplar y a cantar la hermosura que
encierra cada lugar, por humilde y sencillo que parezca. En Roma no se puede
ser turista, no se debe. Hay que ser enamorado. Enamorado de Roma. Enamorado de
lo que, oculto, espera ser desvelado, revelado, en cada piedra, en cada campana
que tañe, en cada lienzo acariciado por el pincel del pintor famoso o del
humilde aprendiz, en cada escultura cincelada por Miguel Ángel o por el anónimo
esclavo griego. O Roma felix! canta
un antiguo himno litúrgico. Sí, Roma feliz, madre fecunda de pueblos, alma del
mundo que abraza, por la genialidad de Bernini, a las multitudes que acuden a
la tumba del apóstol Pedro. Ciudad católica, esto es, universal, donde se
funden, en un permanente Pentecostés, razas y lenguas, ritos y costumbres. Urbe
y Orbe, Orbe concentrado en la Urbe y Urbe que se expande en el Orbe. Nadie se
siente extraño, ajeno. Aquí uno es ciudadano del mundo, corazón cosmopolita
acogedor y entregado. Aquí se mezclan piedad e impiedad, fe y materialismo,
caridad y corrupción. Es la ciudad en la que Pedro testimonia a Cristo y Julio
II se viste la coraza para conquistar fortalezas, donde Lutero encuentra la
Babilonia apocalíptica mientras Ignacio de Loyola se hace caballero del Rey
eterno. Contrastes que tornasolan una realidad sorprendente y casi
inaprensible.
La suave y
fresca brisa alivia el cuerpo, mientras el alma se sumerge en un mar de
belleza, que arrastra y embarga, que hiere y sana, que hunde y eleva.
Roma. Hay que
callar, dejar el ánima en suspenso, contemplar, dejarse acariciar lenta,
suavemente, por la belleza que la ciudad emana de sí. Roma. Senza parole...
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