miércoles, 2 de octubre de 2013

Crónicas romanas I

Sentado sobre un fragmento de arquitrabe, frente por frente a la Columna Trajana, inicio una  nueva serie de crónicas, en las que trataré de expresar las experiencias de la etapa investigadora que he comenzado este mes de octubre en la Ciudad Eterna. Roma. No se trata para mí de un lugar ajeno. Son ya muchas las temporadas que he pasado aquí, desde que en el 2007 comencé a frecuentar el Archivo Secreto Vaticano para escribir mi tesis doctoral. Y antes, varias visitas como turista. Sí, la verdad es que en Roma me siento como en casa, casi puedo afirmar que “cives romanus sum”. Con todo lo que ello conlleva.
Ser, sentirse ciudadano romano, es algo más que una definición de pertenencia. Es considerarse heredero de una tradición que ha forjado lo que somos en Occidente. Uno de nuestros mayores dramas, que tal vez explique la causa de la decadencia occidental que denunciaba Spengler a principios del siglo XX, es el abandono de nuestras raíces. Es la herencia grecorromana, fundida con la tradición judeocristiana, la que ha sentado las bases de los conceptos de persona, libertad, democracia, derecho, justicia, que nos definen. Estoy plenamente convencido de que es ahondando en esas raíces, conociéndolas, bebiendo de esas fuentes, donde encontrándonos a nosotros mismos hallaremos el sentido del camino que hemos de recorrer como colectividad. Físicamente casi lo siento aquí, en este lugar donde Trajano, a ambos lados de la columna que conmemoraba su victoria sobre los dacios, hizo construir dos bibliotecas, la latina y la griega. El fruto de su victoria lo dejó aquí, el triunfo sobre la barbarie sólo se podría perpetuar si lo que imperaba era el saber, el conocimiento, la literatura de los griegos y el derecho, el raciocinio, la organización romana. Dos ríos que, uniéndose, y acrecentándose más tarde con el vigor del naciente cristianismo, han fecundado la historia, creando eso que llamamos Occidente, y que, a pesar de tantos errores, tantas sombras y oscuridades, estoy plenamente convencido, llámeseme, si se quiere, etnocéntrico, que no me importa, estoy firmemente persuadido de que es el único ámbito en el que un ser humano puede llegar a ser persona en plenitud.
Roma. Tantas cosas encierra esta palabra. Tantos sentimientos, tantas experiencias acumuladas. Siento a esta ciudad como parte de mí. Y me siento, me experimento, parte de ella. Roma es una bella amante, que embruja, enloquece, extasia. Es posible morir por exceso de belleza. Roma pagana y cristiana, antigua y moderna. Sus latidos se pueden escuchar si uno es capaz de sobreponerse al ruido y a las prisas de las hordas de turistas que la invaden. Donde mejor se percibe la ciudad es en los rincones solitarios, en las ruinas casi desconocidas, en las pequeñas iglesias que ocultan algún Caravaggio o mosaicos que pueden parangonarse con los de Ravenna. Me encanta callejear, descubrir las mil y un sorpresas que la Urbe nos depara. Es hermoso pasar por el guetto, apenas un pobre reflejo de lo que fue antes de que las aberraciones racistas nazifascistas acabaran con la mayor parte de sus habitantes, y escuchar cantar a los niños de la escuela judaica. El sol, con sus múltiples variaciones sobre las piedras milenarias, hace resplandecer y resurgir el esplendor abatido.

Es muy bello el sentarse aquí y contemplar, enhiesta, dorada por la luz del atardecer, la Columna Trajana, mientras que sobre el Colosseo, cubierto de andamios, avanza una nube que nos recuerda que estamos en otoño, y que la lluvia suele derramarse generosa sobre la ciudad, limpiando la atmósfera cargada de contaminación, consecuencia inevitable del desquiciado tráfico romano. La fea mole del Vittoriano aparece más que nunca como una tarta nupcial, con el blanco intenso de su limpieza. Tarde cálida de otoño. Octubre quizá sea la estación más bella en Roma, la ottobrata. Aún sin el frío ni la oscuridad que reinarán más adelante, ni el tórrido calor del ferragosto.
Uno casi se siente poeta, en esta ciudad, en estos momentos. Hay que dejarse embriagar por su belleza, detenerse, sin prisas, a contemplar y a cantar la hermosura que encierra cada lugar, por humilde y sencillo que parezca. En Roma no se puede ser turista, no se debe. Hay que ser enamorado. Enamorado de Roma. Enamorado de lo que, oculto, espera ser desvelado, revelado, en cada piedra, en cada campana que tañe, en cada lienzo acariciado por el pincel del pintor famoso o del humilde aprendiz, en cada escultura cincelada por Miguel Ángel o por el anónimo esclavo griego. O Roma felix! canta un antiguo himno litúrgico. Sí, Roma feliz, madre fecunda de pueblos, alma del mundo que abraza, por la genialidad de Bernini, a las multitudes que acuden a la tumba del apóstol Pedro. Ciudad católica, esto es, universal, donde se funden, en un permanente Pentecostés, razas y lenguas, ritos y costumbres. Urbe y Orbe, Orbe concentrado en la Urbe y Urbe que se expande en el Orbe. Nadie se siente extraño, ajeno. Aquí uno es ciudadano del mundo, corazón cosmopolita acogedor y entregado. Aquí se mezclan piedad e impiedad, fe y materialismo, caridad y corrupción. Es la ciudad en la que Pedro testimonia a Cristo y Julio II se viste la coraza para conquistar fortalezas, donde Lutero encuentra la Babilonia apocalíptica mientras Ignacio de Loyola se hace caballero del Rey eterno. Contrastes que tornasolan una realidad sorprendente y casi inaprensible.
La suave y fresca brisa alivia el cuerpo, mientras el alma se sumerge en un mar de belleza, que arrastra y embarga, que hiere y sana, que hunde y eleva.

Roma. Hay que callar, dejar el ánima en suspenso, contemplar, dejarse acariciar lenta, suavemente, por la belleza que la ciudad emana de sí. Roma. Senza parole...  

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