sábado, 31 de diciembre de 2022

Judas Iscariote

 Comparto mi artículo del pasado miércoles 28 de diciembre en La Tribuna de Toledo

No, no han leído mal. Aunque estamos en Navidad, hoy quiero referirme a un personaje que nos evoca la Semana Santa. O de modo más preciso, voy a hablarles de la visión literaria que de él nos ofrece la pluma (o la tecla) fecunda de Antonio Hernández-Sonseca. Ya les indiqué, al referirme al ensayo que nuestro autor acaba de publicar sobre Luis Tristán, que había que añadirle, en una hornada doble, esta obrita –un opusculum de apenas ochenta y una páginas- que les animo a leer, y cuyo título no deja lugar a dudas, Judas el Iscariote.

Judas es un personaje misterioso. Su presencia en los evangelios nos desconcierta y nos produce una repulsión inmediata e instintiva. El amigo que es capaz de traicionar, por dinero, al Amigo. Un rechazo que podemos observar asimismo en los que fueron sus compañeros y suponemos amigos, dentro de ese grupo selecto de íntimos de Jesús que fueron los doce apóstoles. En Juan se percibe claramente. Y, sin embargo, el personaje, quizá uno de los más conocidos del Nuevo Testamento, nos interroga, nos lanza el desafío de tratar de comprender lo a priori incomprensible.

En este dédalo es en el que Hernández-Sonseca, como Teseo, guiado por el hilo seguro de sus abundantes lecturas, se adentra, invitándonos a acercarnos al protagonista. Lo hace partiendo de una enternecedora anécdota de ese gran escritor que fue Georges Bernanos, que enlaza con su propia juvenil experiencia, marcada por la estremecedora belleza de los responsorios de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria. Después, para pintar el retrato del Iscariote, recurre a las fuentes, los evangelios, el libro de los Hechos, e incluso la literatura de Qumrán y a uno de los primeros autores cristianos, el obispo Papías de Hierápolis, recopilando y secuenciando todo lo que nos narran sobre él.

"El beso de Judas" (Giotto)

Pero no se limita a las fuentes “oficiales”. Las teselas del mosaico que trata de recomponer incluyen uno de los evangelios apócrifos, el recurso a la etimología de los nombres con que se le ha denominado, la poesía, la literatura, todo ello sazonado de sus reflexiones personales, que le conducen a revisitar los últimos momentos de los dos protagonistas del drama, desde el anuncio desgarrador de Jesús en el marco de la celebración del Séder, la Cena de Pascua, hasta el reencuentro en el huerto de Getsemaní, en el que un beso se transforma en el signo visible de la traición, tratando de adentrarse en el corazón de ambos, de Jesús y de Judas, hasta el desenlace final, cuando Judas, “encerrado en su noche” –en palabras de Julien Green-, optó, al contrario que Pedro, el otro traidor, por hundirse en el abismo y no buscar, a pesar de todo, la luz.

Un hermoso libro, tachonado de algunas representaciones significativas de Judas, con el guiño del autor a su admirado Pasolini, que, en Navidad, puede deleitarnos y hacernos pensar.

¡Feliz Año Nuevo 2023!

domingo, 18 de diciembre de 2022

Luis Tristán reivindicado

 Comparto mi columna de la semana pasada en La Tribuna de Toledo 

Existen personas de inmensa valía, capacidad o mérito que por estar al lado de grandes genios quedan opacadas, la mayor de las veces de modo injusto. Esto es lo que le ocurrió a uno de nuestros más importantes pintores de la escuela toledana del XVII, Luis Tristán, quien, discípulo del Greco, ha sido oscurecido por la alargada sombra del inigualable cretense, del que fue, sin duda, el mejor discípulo. Nacido en Toledo hacia 1585 y fallecido en la ciudad imperial en 1624, Tristán evolucionó hacia un naturalismo tenebrista que le alejó de su maestro y le situó en la estela de otro pintor extraordinario, Caravaggio, cuya obra pudo conocer durante su estancia en Roma. A su regreso de la Urbe, junto a una serie de retratos de gran realismo, se especializó en temática religiosa, destacando, sobre todo, las pinturas del retablo mayor de la colegiata de San Benito Abad de Yepes, posiblemente su obra maestra, unos lienzos que sobrevivieron al desgarro sufrido en el asalto al templo en 1936, siendo “resucitados” gracias a una extraordinaria labor de restauración realizada por el Museo del Prado.

Es precisamente este capolavoro el que ha inspirado un delicioso libro que, nacido de lo más radical y hondo del corazón del autor, viene, en fecunda simbiosis, a reivindicar al pintor toledano y a su obra, a la par que salda una deuda personal, nacida en los años nunca olvidados y siempre presentes de la niñez. Me refiero al aún caliente, como hogaza tierna de pan recién sacada del horno, Luis Tristán a la vista, publicado en CELYA por Antonio Hernández-Sonseca cuando declina este 2022.

Retablo mayor de la iglesia parroquial de Yepes
Creo que presentar a su autor es superfluo. Somos muchos quienes, en los diferentes ámbitos docentes en los que ha ejercido su magisterio, hemos podido admirar el amplio acervo de saberes, que no se limitan al que es su especialidad, la Filosofía, de don Antonio. Sus clases destilaban el asombroso conjunto de lecturas asimiladas, reflexionadas, saboreadas sapiencialmente, que a lo largo de sus explicaciones iban brotando, enriqueciendo y embelleciendo estas. Belleza que devenía en monición el día del Corpus, cuando sus palabras resonaban por las calles de la ciudad invitando a contemplar el Misterio oculto en los granos de trigo.

Hernández-Sonseca ha querido reivindicar a un pintor genial, pero a la par, ha querido honrar la patria más entrañable, su pueblo de Yepes, y a la maravilla cobijada bajo las bóvedas –hoy heridas- de la colegial. No es sólo un recuerdo de Tristán, es un desentrañar el sentido profundo de los lienzos, de la hermosura que transpiran, de las historias y la Historia que nos narran. Y lo hace con esa delicada prosa poética, o quizá más bien poesía metamorfoseada en prosa, pero jamás prosaica, que brota como de alfaguara cristalina de la bonhomía de su corazón.

Antonio Hernández-Sonseca, como amante de la sabiduría, se sigue admirando. Y como buen maestro, enseña deleitando.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Soledades monásticas

Vivimos en una sociedad frenética, llenos de ruidos, urgencias inaplazables, prisas y carreras para todo; sometidos a la acción-reacción constante de las redes sociales, a la tiranía de los correos electrónicos o a la inmediatez del “guasapeo” que nos hace vivir pegados al móvil las veinticuatro horas del día. Es por ello cada vez más necesario saber desconectar, encontrar momentos de tranquilidad, sosiego y silencio, de apagón del teléfono, para mirar nuestro interior y reposar el cuerpo y el espíritu. Un espacio privilegiado para ello son los monasterios. Cuando puedo, trato de escaparme a alguno, buscando, en su calma, hallar la soledad sonora que restaura la paz del corazón. Tras el paréntesis de la pandemia, he podido recuperar esta buena tradición en un enclave excepcional, el monasterio de Santa María del Paular.

Se trata de un espacio verdaderamente maravilloso. Está ubicado en pleno valle del río Lozoya, en la sierra del Guadarrama, rodeado por montañas cubiertas de bosques de coníferas y árboles caducifolios que, en el estallido otoñal, se revisten de oro, mientras los campos, fecundados por las hojas secas, generan ubérrimos diferentes tipos de setas y hongos. El rumor de las aguas, crecidas por las últimas lluvias, ejecuta una gozosa melodía que mece el corazón mientras serena la vista.

Real Monasterio de Santa María del Paular
En este “locus amoenus” se yergue, esplendido, el Real Monasterio, la primera cartuja que hubo en Castilla, mandada erigir en 1390 por el rey Juan I, quien, con su política de renovación religiosa, puso las bases de la Reforma católica en España, culminada posteriormente por Isabel la Católica y el cardenal Cisneros. Protegido por la dinastía Trastámara, el cenobio se fue enriqueciendo con un magnífico patrimonio artístico hasta que la Desamortización de Mendizábal suprimió la comunidad de monjes y vendió y dispersó gran parte de las obras de arte que albergaba. El lamentable estado de abandono al que llegó generó una fuerte campaña en la opinión pública, en la que intervino la Institución Libre de Enseñanza, hasta que el Estado inició su recuperación, completada con la restauración de la vida monástica con la llegada de los benedictinos.

A pesar de las pérdidas, el monasterio alberga aún verdaderas joyas. En la iglesia, traspasada la verja gótica forjada por el monje rejero Francisco de Salamanca –autor también de la de Guadalupe-, encontramos una espléndida sillería, pero sobre todo, podemos extasiarnos con el maravilloso retablo de alabastro policromado, la auténtica obra maestra del monasterio. Tras él se esconde la exuberancia barroca de la capilla del Sagrario, de Hurtado Izquierdo, con su extraordinario trasparente. El claustro, que ha recuperado recientemente la serie pictórica sobre la historia cartujana que creó Vicente Carducho, sorprende por la variedad y fantasía de sus bóvedas de crucería, de desbordante imaginación, o la bóveda de artesa, única en su género, que da acceso al mismo. Todo envuelto en las melodías gregorianas de los monjes.

El Paular, un lugar privilegiado para encontrar la paz.


Mundial en Catar

 Comparto la columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Supongo que para mucha gente, en estos tiempos en los que el “panem et circenses” es el fútbol, no será más que una de las muchas contradicciones que hay que cabalgar en la relativista cultura contemporánea. Pero a poco que tengamos un mínimo de sensibilidad social no deberíamos permanecer indiferentes ante lo que se está perpetrando, paradójicamente en un ámbito que proclama valores, como el deporte. Sí, me refiero al Mundial de Catar –esta es la forma correcta de su nombre en castellano, no Qatar-, que ha logrado batir muchos records, y no precisamente deportivos.

Sin entrar en la exactitud de las cifras -probablemente nunca las sepamos-, el que unas 7000 personas hayan podido morir en unas condiciones de trabajo muy cercanas a la esclavitud deberían haber bastado para que, al menos la sociedad europea, que presume de defender los Derechos Humanos y que en otras cuestiones suele tener la piel muy fina, se hubiera movilizado frente a tal brutalidad. Es cierto que en algunos países, e incluso dentro del mundo del fútbol, se ha cuestionado la participación en el Mundial. Pero las repercusiones prácticas han sido nulas. En cualquier caso, contrasta con el inexplicable ausente debate en España al respecto, como si lo que sucede en aquellos lejanos desiertos no nos atañese. Y puede que esto sea lo cierto, pero en ese caso, extraña que otras causas, tan lejanas o más, e incluso menos sangrantes, causen movilizaciones, al menos en las redes sociales.

Pero es que junto a la explotación laboral que se ha producido para construir las instalaciones que deberían mostrar al mundo la maravillosa imagen de un paraíso arrebatado, a fuerza de petrodólares, al desierto, está la falta de reconocimiento de Derechos Humanos básicos, comenzando por los de las mujeres –se ve que las cataríes más que hermanas son primas lejanas mentirosas- y las minorías étnicas y religiosas, los sindicales o la homofobia legal –siete años de prisión-, ante los cuales se disimula. Ausencia en la práctica, pero también en la teoría, aceptando sin escándalos –hipócritas por otro lado- declaraciones de altas figuras del emirato que, al menos en España, serían constitutivas de delito. Ignoro si los jugadores, al comienzo de cada partido se pondrán de rodillas pidiendo perdón por los muertos, vestirán de negro o se colocarán brazaletes arcoíris, sobreactuaciones que no dejarían de ser más que “pellizcos de monja”, pues lo coherente hubiera sido no participar.

Justificar que la celebración del Mundial en Catar mejorará los Derechos Humanos en aquel país es una falacia. Rusia los albergó en 2018 y “contra facta non valent argumenta”. Podríamos señalar también los Juegos Olímpicos de Pekín, o los de Berlín en 1936. El intento de blanquear dictaduras a través del deporte es tan viejo como su utilización política desde las Olimpíadas griegas. Y lo seguirá siendo.

Porque la clave de todo ya la dio Quevedo, “poderoso caballero es don Dinero”.

domingo, 30 de octubre de 2022

La polícroma belleza del liquidámbar

 Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Quienes, semana tras semana, y año tras año, tienen la paciencia de leerme, saben que, llegado el otoño, es ya una ineludible tradición la de escribir sobre los jardines del Real Sitio de San Ildefonso, para mí uno de los lugares más hermosos de España, singularmente en estos meses. No falto a esta cita estacional con la belleza excepcional que los adorna, manifestada en las mil y una modulaciones de los colores que decoran, en constante y vertiginosa transformación, su frondosa vegetación, creando un marco maravilloso en el que parece que van a tomar vida los personajes mitológicos de fuentes y estatuas. En este deambular algunas especies de árboles me atraen particularmente, invitándome a hacer un alto y extasiarme ante la hermosura que prodigan.

Reconozco que mi interés hacia los árboles deriva de mi buena y vieja amistad con los Sánchez Butragueño. A Mari Carmen le debo la curiosidad por los pinsapos, y a Eduardo, por los celtis australis, vulgo almeces o almárcigos. De los diferentes tipos de Quercus –roble, encina y alcornoque- quedé saturado en las asignaturas de geografía física de España de la vieja licenciatura de Geografía e Historia. Pero desconocía cómo se denomina un árbol que siempre me ha llamado la atención en otoño, por la diversidad y belleza de sus colores, y del que, antes de llegar al edificio de la Real Colegiata, se yergue un espléndido ejemplar, crecido junto a la imponente altura de las secuoyas que empequeñecen la cúpula de Ardemans y los chapiteles austriacos del palacio. En mi última visita al Real Sitio, bajo una lluvia que envolvía la atmósfera de lechosos velos agitados por el viento, me detuve, pasmado por la maravillosa policromía que lo recubría. Y leyendo la cartela explicativa, descubrí su sonoro, potente, nombre. Liquidámbar. Una especie nativa de América, introducida en Europa hacia 1681, siendo plantada en los jardines del obispo anglicano de Londres, Henry Compton, quien, junto a sus tareas episcopales, destacó por sus aficiones como naturalista. Sin duda, hay que alabar su gusto por un árbol tan bello.

Liquidámbar
El ejemplar que me cautivó era un mosaico de colores, que evolucionaban del verde intenso a diferentes tonos de amarillo para concluir, en su copa, semejante a una aguja gótica, en un rojo sanguinolento que parecía brotar de un cielo rasgado por la misma. Las gotas de lluvia esmaltaban las hojas que, zarandeadas por el viento, se aferraban a las ramas, tratando de posponer la danza macabra que las conducirá a su destino último como alimento fecundo que, tapizándola, nutre la tierra.

En la obra del poeta mexicano Alberto Blanco encuentro un poema titulado El liquidámbar, en el que el alma del escritor se transforma en dicho árbol. Sin duda, inspira. Pero, además, sana. Su savia tiene propiedades que ayudan al cuidado de la piel, y se empleó como bálsamo, perfume e incluso incienso.

Un buen descubrimiento, el liquidámbar.