Comparto mi columna de la semana pasada en La Tribuna de Toledo
Existen personas de inmensa valía, capacidad o mérito que por
estar al lado de grandes genios quedan opacadas, la mayor de las veces de modo
injusto. Esto es lo que le ocurrió a uno de nuestros más importantes pintores
de la escuela toledana del XVII, Luis Tristán, quien, discípulo del Greco, ha
sido oscurecido por la alargada sombra del inigualable cretense, del que fue,
sin duda, el mejor discípulo. Nacido en Toledo hacia 1585 y fallecido en la
ciudad imperial en 1624, Tristán evolucionó hacia un naturalismo tenebrista que
le alejó de su maestro y le situó en la estela de otro pintor extraordinario,
Caravaggio, cuya obra pudo conocer durante su estancia en Roma. A su regreso de
la Urbe, junto a una serie de retratos de gran realismo, se especializó en
temática religiosa, destacando, sobre todo, las pinturas del retablo mayor de
la colegiata de San Benito Abad de Yepes, posiblemente su obra maestra, unos
lienzos que sobrevivieron al desgarro sufrido en el asalto al templo en 1936,
siendo “resucitados” gracias a una extraordinaria labor de restauración
realizada por el Museo del Prado.
Es precisamente este capolavoro
el que ha inspirado un delicioso libro que, nacido de lo más radical y hondo
del corazón del autor, viene, en fecunda simbiosis, a reivindicar al pintor
toledano y a su obra, a la par que salda una deuda personal, nacida en los años
nunca olvidados y siempre presentes de la niñez. Me refiero al aún caliente,
como hogaza tierna de pan recién sacada del horno, Luis Tristán a la vista, publicado en CELYA por Antonio
Hernández-Sonseca cuando declina este 2022.
Retablo mayor de la iglesia parroquial de Yepes |
Hernández-Sonseca ha querido reivindicar a un pintor genial,
pero a la par, ha querido honrar la patria más entrañable, su pueblo de Yepes, y
a la maravilla cobijada bajo las bóvedas –hoy heridas- de la colegial. No es
sólo un recuerdo de Tristán, es un desentrañar el sentido profundo de los
lienzos, de la hermosura que transpiran, de las historias y la Historia que nos
narran. Y lo hace con esa delicada prosa poética, o quizá más bien poesía
metamorfoseada en prosa, pero jamás prosaica, que brota como de alfaguara
cristalina de la bonhomía de su corazón.
Antonio Hernández-Sonseca, como amante de la sabiduría, se
sigue admirando. Y como buen maestro, enseña deleitando.
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