viernes, 26 de febrero de 2021

MÍSTICA Y MÍSTICOS (A RAIZ DE UN LIBRO DE RAFAEL NARBONA)

 Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, sobre el libro de Rafael Narbona, Peregrinos del absoluto. La experiencia mística. Un libro que vale la pena leer.

Es difícil encontrar en el panorama literario español, fuera de la producción de autores dedicados a la espiritualidad, obras que, desde la experiencia personal, aborden un tema que para muchos podría resultar totalmente desfasado pero que, sin embargo, atañe a lo más hondo de la experiencia humana. Me refiero a la tradición mística que tan rica ha sido en la literatura escrita en castellano.

Es por ello una agradable sorpresa toparse con un autor como Rafael Narbona y con su último libro, Peregrinos del absoluto. La experiencia mística. Descubrí a Narbona gracias a Twitter, donde sigo sus profundas reflexiones, hechas a base de una extraordinaria combinación de abundantes lecturas e intensa trayectoria vital, y que son siempre un pequeño soplo de aire fresco y vivificador en medio de esa sentina de odios y enemistades en las que parece que se va convirtiendo la red. A partir de esos “trinos” me he ido acercando a la obra de Narbona y he podido disfrutar de esa pequeña joya que es el libro mencionado, un recorrido por el venero fecundo del pensamiento místico occidental, hecho desde un profundo conocimiento de los autores, un conocimiento que no es sólo intelectual sino radicalmente sapiencial, nacido del saboreo sereno de los mismos, a partir de un rumiar de los textos, que desgrana desde la admiración –siempre inicio de toda verdadera reflexión humana- pero también desde el juicio equilibrado que sabe descubrir limitaciones y falsos senderos.


Tras el prólogo de Javier Gomá, quien nos recuerda la oportunidad de un libro como éste en tiempos de relativismo furioso que nos ha desposeído de la idea del Todo, el autor reflexiona sobre la pervivencia de la mística en una época que parece contemplar el eclipse de Dios, presentando un pequeño ensayo sobre la misma, que en sí mismo ya merece la pena leer. Es un delicioso aperitivo que nos prepara para degustar una selección de manjares exquisitos, doce figuras que desde sus diferentes experiencias han tenido en común la búsqueda apasionada, en ocasiones dolorosa y desgarradora, siempre plenificadora, de lo Absoluto, la mayoría desde la tradición judeocristiana del Dios revelado en la Historia aunque también recoge la búsqueda en la Nada o en la transgresión. Partiendo de Santa Teresa de Jesús y su mística de la felicidad, va recorriendo la vida, la obra, la experiencia mística de San Juan de la Cruz, Blas Pascal, William Blake, Soren Kierkegaard, Unamuno, Rilke, Georges Bataille, Simone Weil, Emil Cioran, Etty Hillesum y Thomas Merton. Cada uno ha realizado un recorrido íntimamente personal, pues como el autor nos recuerda, “la mística no es una vivencia colectiva”, es un apartarse del mundo, pero sin odiar el mundo, sino saliendo de él, entrando en otra dimensión de lo real, pero irreductible a lo meramente empírico.

Un libro bellísimo, extraordinario, que nos invita a zambullirnos en el hondón de nuestro ser y redescubrir que no somos sólo materia.

miércoles, 17 de febrero de 2021

"...ET IN PULVEREM REVERTERIS"

 Comparto mi columna de hoy, 17 de febrero, Miércoles de Ceniza, publicada en La Tribuna de Toledo

Un año más, la sobria liturgia del Miércoles de Ceniza viene a abrir el tiempo de Cuaresma, privado este año de su batalla previa con don Carnal. Un tiempo que para el creyente es preparación intensa a la celebración anual más importante, la Pascua, pero que a todos brinda la oportunidad de confrontarnos con nuestro verdadero ser, tantas veces alienado en esta superficial y materialista sociedad.

El acto de la imposición de la ceniza venía acompañado, antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, por las palabras latinas Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, que ahora son habitualmente sustituidas por la fórmula “Convertíos y creed el Evangelio”, que condensa lo que debe ser el itinerario cuaresmal.



Más, a lo largo de este duro año que hemos vivido, la vieja expresión, tomada del Génesis, se nos ha manifestado dolorosamente real y próxima. Porque hemos podido experimentar, a nivel personal y social, la fragilidad de todo lo humano, un inestable castillo de naipes que es desmoronado por el menor soplo. La enfermedad, la soledad, la muerte, se nos han hecho compañeras habituales, destruyendo vidas, proyectos, ilusiones. La Covid_19 ha mostrado que somos, como en la canción de Kansas,
dust in the wind, polvo en el viento, pequeñez arrastrada por la potencia de una fuerza invisible, dejada al albur de una situación que no podemos manejar ni controlar. La orgullosa torre de Babel de nuestra tecnología, de nuestros conocimientos, de nuestra sabiduría, se ha venido abajo estrepitosamente, dejando visible la contingencia radical del ser humano.

Memento, homo…recuerda, humano…mira lo que eres en verdad, adéntrate en lo más hondo de ti mismo. La pandemia ha dejado al descubierto tu desnudez original, te ha despojado de tus endebles certezas, de tus fútiles seguridades…quia pulvis es…que eres polvo, nada…et in pulverem reverteris…y volverás al polvo…a tu realidad primigenia por la muerte que, danza macabra, a todos iguala, ricos y pobres, poderosos y humildes, banqueros y mendigos.

Pero la evocación de estas palabras el Miércoles de Ceniza no es la triste constatación heideggeriana de que somos Das Sein zum Todes, un ser para la muerte. Al contrario, frente a la oscura incertidumbre y pavoroso pánico de hundirnos en la nada, la ceniza sobre nuestras cabezas nos recuerda que ese polvo ha sido transformado en barro amasado amorosamente por las manos del Creador, insuflado de su Espíritu vivificante, y que el adentrarnos en el desierto de la Cuaresma no es sino para, desde la experiencia radical del encuentro con nosotros mismos en la soledad, abrirnos a la Trascendencia y vivir el paso redentor de la esclavitud a la verdadera libertad, la que, desde una Cruz se nos anuncia, no en las tinieblas aterradoras del Viernes Santo, sino en la aurora luminosa del Domingo de Pascua, cuando el Resucitado rompa con ella la piedra, no sólo de su sepulcro, sino de los de la Humanidad entera.

 

domingo, 14 de febrero de 2021

JOSEFINA Y DON MANUEL

 Comparto mi columna, publicada en La Tribuna de Toledo el miércoles 3 de febrero, sobre la reedición del libro de Josefina Carabias "Azaña. Los que le llamábamos don Manuel" publicado por Seix Barral con prólogo de Elvira Lindo

Hay libros que por circunstancias diversas apenas tienen eco en el momento de su publicación, o sus autores, aunque sean de calidad, caen en un injusto olvido. Más, como los libros tienen vida propia, de repente, reaparecen y, como un vino añejo, pueden ser disfrutados y sus creadores revalorizados.

Es lo sucedido con una obra que estoy “devorando” en estos días. Se trata de “Azaña. Los que le llamábamos don Manuel”, una biografía sobre una de las figuras más importantes de la vida pública española durante la Segunda República, escrita por la gran pionera del periodismo español, Josefina Carabias, hoy tan olvidada que, incluso algún amigo periodista desconocía su existencia. El libro fue publicado originalmente en 1980 y ha vuelto a ver la luz en enero de este año de la mano de Seix Barral, introducido por un espléndido prólogo de Elvira Lindo, en el que reivindica la figura de la que fue una de las grandes plumas de la prensa en España, recordando los grandes hitos de su intensa vida.

El libro está escrito con una prosa ágil, clara y nos transmite todo el afecto que la periodista sintió por Manuel Azaña, don Manuel, como una y otra vez le llama, no ocultando su cariño y admiración. No se trata de una biografía política, si bien se refiere a los grandes momentos de la vida del protagonista, sino una aproximación existencial, que nos desentraña los aspectos más humanos del personaje.  Una figura controvertida, que generó grandes odios y no menores adhesiones; que tras su triste final en el exilio fue objeto de las más terribles acusaciones y que sólo la llegada de la democracia permitiría su recuperación, a la que han ayudado las investigaciones del profesor Santos Juliá, autor de una amplia y documentada biografía. Con el paso del tiempo podemos percibir con mayor ponderación sus indudables aciertos, sus tremendos errores y su compleja personalidad, sin la que no se explican muchas cosas.

Pero leer la vida de una figura pública del nivel del Azaña me hace reflexionar sobre el presente político de España. Comparar la altura intelectual de aquellas Cortes de la República con la ramplonería actual de tanto personajillo mediocre y mezquino sólo genera tristeza, a pesar de la gran violencia vivida en muchos momentos y que, a la postre, culminaría con la terrible tragedia de la guerra. Pero eran políticos de altura, coherentes con sus ideales –no me imagino a Largo Caballero, que vivió siempre en una sencilla casita junto a la Dehesa de la Villa, construida por sus propias manos, comprando y estrellando un BMW contra un árbol-; preocupados por el bien común y el amor a su país, aunque lo entendieran de modos opuestos y, por desgracia, como ocurre ahora, excluyentes.

Quien esté interesado en aquellos trepidantes años treinta debería leer este libro. Conocerá de modo diverso a don Manuel. Y descubrirá una autora excepcional.

domingo, 12 de julio de 2020

Planto por las Humanidades

Comparto mi columna del miércoles pasado en La Tribuna de Toledo


Estos días me encuentro participando como profesor vigilante y corrector en las pruebas de acceso a la Universidad, la EvAU, la vieja selectividad. Un momento importante en la vida de cualquier estudiante, que le abre, si lo supera, las puertas para una de las etapas más ricas de la existencia humana, el periodo universitario. En ella se recogen y exponen los conocimientos que se han ido adquiriendo a lo largo de los años previos de estudio, el fruto de todos los esfuerzos formativos anteriores. Un momento de madurez personal e intelectual.
Mientras paseo entre los bancos, me detengo a observar las respuestas, especialmente las más relacionadas con mis áreas de conocimiento. E inmediatamente he de retirar la mirada, pues mis ojos se ven acuchillados por los abundantes maltratos que a la ortografía castellana, al estilo literario y a la belleza expresiva infligen los alumnos. La ausencia de tildes es peccata minuta frente a las lacerantes transgresiones de las normas que el buen Elio Antonio de Nebrija elaboró para elevar la rica lengua de Castilla.
Pero no sólo es la gramática o la ortografía; errores de bulto en historia, ignorancia de los clásicos de la literatura, confusión acerca de los estilos artísticos. El nivel, en general muy bajo, de conocimientos humanísticos del alumnado es escandaloso y debería llevar a preguntarnos qué estamos haciendo, como sociedad, con el espléndido legado que nos transmitieron generaciones anteriores. Porque no es sólo un problema de nuestros educandos, ni culpa de un profesorado maltratado y abandonado por unas autoridades educativas que nos someten al oscilante baile de leyes ineficaces, efímeras y partidistas, sino de toda la sociedad, que parece menospreciar unos conocimientos que no resultan prácticos y eficientes para nuestra mentalidad pragmática.

Clío (Pierre Mignard, 1689)
Diríase que en la era de la tecnología las viejas humanidades no tienen nada que aportar, ni producen ningún beneficio económico, sino que son una reliquia de un pasado ya superado.
Y, sin embargo, esta sociedad tecnificada y deshumanizada, precisa, más que nunca, el soplo vivificador de las humanidades. Estas son el mejor fruto de la cultura occidental, desarrolladas a lo largo de más de dos mil ochocientos años, y que ha llevado a que seamos sociedades democráticas, en las que se reconoce la dignidad de la persona, con sus derechos inalienables: la literatura, que nos ofrece esparcimiento, disfrute, pero también nos enriquece aumentando nuestras capacidades discursivas y expresivas. La música, capaz de elevar el espíritu humano a cotas insospechadas. La filosofía, que nos ayuda a comprendernos como personas y como sociedad, y nos hace seres libres frente a los poderes que tratan de controlarnos. El arte, con sus múltiples ramificaciones, expresión de la extraordinaria capacidad del ser humano para crear belleza.
Sí, necesitamos más que nunca las humanidades. Y las necesitamos porque sin ellas nuestro llanto no será por unos saberes perdidos, sino por una humanidad más pobre, menos libre, más manipulable, menos feliz.

domingo, 7 de junio de 2020

Ni unidos, ni más fuertes

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


Cuando nos acercamos a la España de la Restauración, una de sus notas características es la constatación, y así lo veían ya los contemporáneos, de la profunda separación entre el país real y el país oficial. Posiblemente no sea una anomalía de aquel periodo, sino una constante en la historia humana, aunque en algunos momentos se vea más acentuada que en otros. Dicha distancia se puede comprobar, de manera fehaciente, entre lo que nos muestra la propaganda gubernamental y lo que los ciudadanos experimentamos, como si fueran dos realidades paralelas. Otra constante histórica desde que Ramsés II convirtió la batalla de Qadesh, un empate técnico con los hititas, en una gran victoria sobre los muros del templo de Abu Simbel.
Esto es lo que lo que estamos observando, una vez más, estos días, en relación con la pandemia. Por un lado, la propaganda que construye un relato triunfalista, narrando lo extraordinariamente bien que los poderes públicos lo han hecho, apelando a la unidad que, como si estuviéramos en una batalla, nos conduce, desde el voluntarismo más optimista, al triunfo. Por otro, la desoladora experiencia que hemos podido comprobar a través de las escasas imágenes que se nos han proporcionado, fruto de una concepción paternalista de lo que es la ciudadanía, reducida a masa infantiloide incapaz de asumir el drama de miles de muertos. Pero los fallecidos, día tras día, a pesar de las diferentes y desconcertantes formas de contabilizar, han ido aumentando en un incesante goteo; el dolor, la tragedia han golpeado a miles de familias; la precariedad económica, la angustia por el futuro laboral se ha apoderado de cientos de personas. El relato épico está teñido, más allá de la buena voluntad de quienes han tenido que afrontar la pandemia y buscar soluciones, de errores y equivocaciones humanas, comprensibles cuando son asumidas con humildad, pero profundamente irritantes cuando se encaran con el soberbio “sostenella y no enmendalla” del romancero.
No, no hemos salido más fuertes. Por el camino han quedado demasiadas historias personales truncadas; demasiados dolores, sufrimientos, angustias. Nuestra economía ha sido golpeada y costará recuperar los niveles previos a la Covid-19; nuestro heroico personal sanitario, que ha demostrado quienes son, junto a cajeras, bomberos, conductores y tantos otros, el verdadero capital humano de un país que les ha minusvalorado mientras ponía pedestales a héroes de pies de barro o a influencers vacuos, ha sufrido bajas, ha quedado agotado física y, en muchas ocasiones, psíquicamente. No, no estamos más fuertes.
Pero tampoco estamos unidos. He lamentado, en esta columna, las divisiones, los enfrentamientos, la creciente intolerancia. En las redes sociales, en los medios de comunicación, en las Cortes, en las declaraciones insensatas de una clase política mediocre y cortoplacista.
Saldremos, cuando salgamos, heridos. Pero como sociedad, a lo largo de nuestra historia, hemos sido capaces de restañar lesiones hondas. Harán falta generosidad y altura de miras. Ojalá las tengamos.