Estos días me encuentro
participando como profesor vigilante y corrector en las pruebas de acceso a la
Universidad, la EvAU, la vieja selectividad. Un momento importante en la vida
de cualquier estudiante, que le abre, si lo supera, las puertas para una de las
etapas más ricas de la existencia humana, el periodo universitario. En ella se
recogen y exponen los conocimientos que se han ido adquiriendo a lo largo de
los años previos de estudio, el fruto de todos los esfuerzos formativos
anteriores. Un momento de madurez personal e intelectual.
Mientras paseo entre los bancos,
me detengo a observar las respuestas, especialmente las más relacionadas con
mis áreas de conocimiento. E inmediatamente he de retirar la mirada, pues mis ojos
se ven acuchillados por los abundantes maltratos que a la ortografía
castellana, al estilo literario y a la belleza expresiva infligen los alumnos.
La ausencia de tildes es peccata minuta
frente a las lacerantes transgresiones de las normas que el buen Elio Antonio
de Nebrija elaboró para elevar la rica lengua de Castilla.
Pero no sólo es la gramática o la
ortografía; errores de bulto en historia, ignorancia de los clásicos de la
literatura, confusión acerca de los estilos artísticos. El nivel, en general
muy bajo, de conocimientos humanísticos del alumnado es escandaloso y debería
llevar a preguntarnos qué estamos haciendo, como sociedad, con el espléndido
legado que nos transmitieron generaciones anteriores. Porque no es sólo un
problema de nuestros educandos, ni culpa de un profesorado maltratado y
abandonado por unas autoridades educativas que nos someten al oscilante baile
de leyes ineficaces, efímeras y partidistas, sino de toda la sociedad, que
parece menospreciar unos conocimientos que no resultan prácticos y eficientes
para nuestra mentalidad pragmática.
Clío (Pierre Mignard, 1689) |
Diríase que en la era de la
tecnología las viejas humanidades no tienen nada que aportar, ni producen
ningún beneficio económico, sino que son una reliquia de un pasado ya superado.
Y, sin embargo, esta sociedad
tecnificada y deshumanizada, precisa, más que nunca, el soplo vivificador de
las humanidades. Estas son el mejor fruto de la cultura occidental,
desarrolladas a lo largo de más de dos mil ochocientos años, y que ha llevado a
que seamos sociedades democráticas, en las que se reconoce la dignidad de la
persona, con sus derechos inalienables: la literatura, que nos ofrece
esparcimiento, disfrute, pero también nos enriquece aumentando nuestras
capacidades discursivas y expresivas. La música, capaz de elevar el espíritu
humano a cotas insospechadas. La filosofía, que nos ayuda a comprendernos como
personas y como sociedad, y nos hace seres libres frente a los poderes que
tratan de controlarnos. El arte, con sus múltiples ramificaciones, expresión de
la extraordinaria capacidad del ser humano para crear belleza.
Sí, necesitamos más que nunca las
humanidades. Y las necesitamos porque sin ellas nuestro llanto no será por unos
saberes perdidos, sino por una humanidad más pobre, menos libre, más manipulable,
menos feliz.
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