Comparto mi artículo de la pasada semana para La Tribuna de Toledo, escrito durante mi reciente estancia romana
Soy un apasionado de Roma. He vivido en la Urbe, y con
frecuencia regreso por mis trabajos de investigación. Sus calles, monumentos,
sus plazas y gentes me resultan profundamente entrañables. Cada vez que vuelvo,
me reencuentro con mi historia personal y me siento en casa. Y cada ocasión es
siempre una oportunidad de descubrir nuevos rincones, desconocidos aspectos de
esta ciudad sorprendente.
La belleza de Roma es una hermosura multiforme, cambiante.
Cada época del año produce una metamorfosis en su aspecto, que se presenta con
variados matices, con tornasolados colores, que hacen que sea la misma y
diversa a la vez.
El otoño resulta particularmente bello en Roma. En estos
últimos días de noviembre, y cuando diciembre arranca su carrera hacia la
consumación del año, al encuentro del rostro bifronte de Jano, la ciudad se
reviste de tonos dorados, que llenan de calidez el mármol de los viejos
templos, transfiguran en antorchas las cúpulas de iglesias y basílicas y
acarician las amarillentas hojas que aún se aferran a los plátanos que
custodian el Tíber. La lluvia frecuente esmalta los sampietrini de un negro
azabache, mientras las torres y fachadas se desdoblan en el suelo, rotas por
las pisadas de apresurados turistas en busca de una nueva foto que compartir,
en vorágine plástica, en las redes sociales.
Castel Sant´Angelo y el Tíber |
Esta Roma otoñal invita a ser recorrida con pausa, con un
sosiego que no es el de las masas de visitantes que pretenden, en pocas horas,
aprehender su desmesurada belleza. Perderse en los estrechos callejones
romanos, entrar en las pequeñas iglesias ignoradas por los turoperadores,
escudriñar jardines llenos de decadencia y romanticismo. Una Roma oculta, que
sólo se muestra al que la ama; a quien, dejando a un lado la vertiginosa
planificación del viajero apresurado, se olvida del tiempo y deambula sin
rumbo, envuelto en ese silencio sólo roto por el tañer de las campanas.
Roma es una y son muchas. La Roma del esplendor imperial,
derramado por los Foros o incrustado en otras viejas construcciones, que
rehacían la ciudad a base de destruirla. Es la ciudad medieval, apenas
superviviente de los fastos mussolinianos. La ciudad renacentista, con los ecos
de Miguel Ángel o Rafael. Aunque sobre todo es la urbe barroca, la que se extasía
con Bernini o Borromini, la que se escandaliza con la crudeza de Caravaggio y
sus violentos claroscuros, la que se retuerce en brutales escorzos en retablos
y fachadas. La ciudad decadente del XIX, la innovadora y brutal del XX y la
desnortada del XXI.
Amo Roma. Amo su historia, su belleza y su decadencia, su
esplendor y su suciedad. “Civis romanus sum”. Aunque todos lo somos. Nuestra
historia, nuestra cultura, arte, ciencia, nuestros anhelos de libertad y
respeto a la individualidad brotan de la fuente fecunda de la romanidad,
aderezada por el esplendor de Grecia y la espiritualidad cristiana.
Más tampoco olviden lo que dijo el poeta, “después de Roma,
Toledo”.
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