El
episcopado español ante la Gran Guerra
España
fue uno de los pocos países europeos que mantuvo la neutralidad
durante el conflicto. El gobierno de
Eduardo Dato, que coincidió con el desencadenamiento del conflicto,
tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, apostó desde el
primer momento por la neutralidad.
Muchas razones avalaban para ello, no siendo la menor la división
existente en el seno de la familia real, con una reina madre, María
Cristina de Habsburgo-Lorena, austriaca, y una reina consorte,
Victoria Eugenia de Battenberg, inglesa. Sin
embargo la guerra
suscitó en
el país grandes pasiones, que condujeron a una polarización ante el
conflicto.
Mientras muchos liberales eran
abiertamente partidarios de la Triple
Entente, e incluso el conde de Romanones
hizo un alegato para entrar en la guerra a su lado,
con un artículo que generó gran polémica
("Neutralidades que matan"),
en el ámbito conservador, y en el seno de la Iglesia, se tendía a
apoyar a los Imperios Centrales. Se dio,
por tanto, una mezcla de neutralidad política y beligerancia social,
con una opinión pública que repetía la división ideológica o
simpatizante de la familia real entre aliadófilos y germanófilos.
Estos pertenecían a unas derechas que englobaban al alto clero, gran
parte del Ejército, los terratenientes del cereal y del olivo y
algunos miembros de la alta burguesía y de los negocios; los
aliadófilos, vinculados a Francia, eran ideológicamente liberales,
agrupando a intelectuales (el caso de Manuel Azaña es
paradigmático), clases medias urbanas, elementos de la clase obrera,
algunos sectores del Ejército y del clero ilustrado, así como
financieros e industriales vascos y catalanes.
La
neutralidad, por otro lado, tendría unas profundas repercusiones
económicas para España, que se benefició
de las exportaciones industriales y
agrícolas a los contendientes,
lo que conllevaría unas hondas
consecuencias sociales y políticas, que se manifestarían en la
crisis de 1917. Mientras unos pocos se enriquecieron de modo súbito,
las masas populares se vieron afectadas por la subida de los precios,
la especulación comercial e industrial o la hipertrofia de las
exportaciones. La carestía de la vida, con las secuelas de hambre,
agravó el conflicto social, empujando a las clases trabajadoras a un
sindicalismo cada vez más violento.
¿Cual fue, más allá de este doble posicionamiento, la actuación
de la Iglesia? Partiendo del hecho de
que la Iglesia, en sus diversos ámbitos, no ha sido nunca, a pesar
de las apariencias, un bloque monolítico, sino que en su seno se
albergan realidades muy diversas y, en ocasiones, contradictorias, y
a falta de un estudio en profundidad de los posicionamientos de la
jerarquía (erróneamente presentados como los de "la Iglesia"),
vamos a centrarnos en la figura de quien en aquellos años era la
cabeza de la Iglesia en el país, el arzobispo de Toledo y primado de
España, el cardenal Victoriano Guisasola y Menéndez.
Una figura que destaca por ser la del miembro del episcopado español
más avanzado de su tiempo en la cuestión social,
y que mostró una profunda preocupación por las consecuencias de la
guerra.
A
principios de 1917, el nuncio Ragonesi, por medio de una carta
confidencial al primado, le preguntaba acerca de si no sería
oportuno que los obispos españoles invitaran a los fieles a rogar
para que Dios conservara a España "el inapreciable beneficio de
la paz".
El cardenal, en su respuesta, aún considerando que era una
indicación muy oportuna para hacerla en privado, dados lo
susceptibles que estaban los ánimos, creía
preferible que no se tocara la cuestión de modo colectivo, para que
no se entendiera como un posicionamiento del episcopado, y que se
abordara de modo indirecto en las pastorales de Cuaresma, como el se
proponía hacer.
¿Cuál
era el problema de fondo para la prudencia del cardenal?
Como hemos señalado, la
opinión pública española se encontraba muy dividida, y
esta división se había ido acentuando, creciendo el belicismo
ambiental, por lo que el
primado quería evitar que dicho conflicto se avivase.
El
1 de marzo firmaba Guisasola la carta pastoral El
Papa y la paz de las Naciones,
con motivo del inicio de la Cuaresma.
Dentro del esquema habitual de estas cartas cuaresmales, que incidían
en la conversión y en la penitencia, aprovechando un tiempo
litúrgico de gracias espirituales, el cardenal se centraba en el
conflicto que asolaba Europa, haciendo un análisis de sus raíces
más profundas, que en última instancia derivaban del olvido del
derecho cristiano en la vida de las naciones, poniendo de relieve la
responsabilidad de los hombres de estado que habían conducido a la
catástrofe. Guisasola dedicó la mayor parte de la carta a
reivindicar el papel del Romano Pontífice en la escena internacional
y el poder pacificador que se derivaban de su figura. A pesar de
denotar cierta nostalgia del poder temporal del papado, el primado
defendía la autoridad del Sumo Pontífice por encima de éste, de
modo que, aún sin dominio temporal, visto como garantía de su
independencia, el papa seguía ejerciendo una autoridad moral
internacional. De este modo se avalaban las intervenciones y
llamamientos, ya hemos visto que infructuosas, de Benedicto XV en
favor de la paz. El cardenal
veía muy difícil, en las circunstancias presentes, la llegada de la
paz, pues lo que se buscaba era vencer o morir, la aniquilación del
contrario, y en estas circunstancias todos los intentos pacificadores
eran inútiles, o sólo lograrían una paz precaria, que acabaría en
nuevos conflictos:
"Esta
paz satisfaría momentáneamente el orgullo de algún pueblo, pero
sería una paz violenta y, por lo tanto, absurda, sin duración
posible, como que el vencedor estaría influido por el peligro de
una nueva guerra, que prepará el vencido impulsado por el odio y la
venganza."
Hay
que reconocer la clarividencia del prelado, pues eso fue lo que
ocurrió dos años más tarde cuando los vencedores se reunieron en
París, y mediante los diversos tratados, sembraron la semilla de
nuevos conflictos.
Debido a esa pugna, según
el cardenal, sólo habría
una paz duradera si se escuchaba la voz del papa, avalada su
intervención por una serie de condiciones, entre las que se
encontraban su independencia moral, su libertad de espíritu y su
desinterés. Advertía
que rechazar a la Iglesia en la construcción de la paz era seguir
fomentando la discordia y la guerra. Para el establecimiento de la
paz duradera era preciso, y aquí entroncaba con la temática
cuaresmal, la conversión, la perfección interior de los hombres y
el triunfo de Jesucristo en la sociedad.
Poco
después el cardenal emprendía viaje a Roma para la realización de
la visita ad limina.
Allí pudo comprobar la preocupación del papa sobre la guerra, como
expresó a su regreso a Toledo en la alocución pastoral que dirigió
a los fieles de la archidiócesis.
El primado afirmaba que
"El
azote de la guerra abruma el corazón del Papa, que, olvidado de sí
mismo y de su triste situación, lanza su dolorida mirada por toda
Europa, hoy devastada y en ruinas, y llora sin consuelo al ver cómo
crece la hecatombe"
El
cardenal exhortaba a los
fieles a seguir orando por la paz, y recordaba las diversas
intervenciones de Benedicto XV en favor de la paz, su grito que era
el de la justicia y del derecho que amparaba el honor de todos los
beligerantes, a la vez que trazaba las bases sobre las que se podría
construir el equilibrio de las naciones. Como la solución al
conflicto sólo podía provenir de la vuelta a Cristo, a su divino
Corazón, dispuso que en todas las iglesias de la archidiócesis se
celebraran cultos al Sagrado Corazón de Jesús pidiendo la paz.
Asimismo pedía que se rezara a María, con el título de Reina de la
Paz, para que España se mantuviera en una situación de neutralidad,
a la vez que se alejaran los peligros de orden interior que
amenazaban la estabilidad del país.
Guisasola
hizo reproducir en el Boletín de la diócesis el documento de
Benedicto XV a los jefes de los pueblos beligerantes.
El cardenal no la comentó, si bien, en su exhortación de octubre,
sobre el mes del Rosario, al instar al rezo del mismo, señalando que
se hiciera por la paz, evocaba el lenguaje del mismo, al denominar al
conflicto "sangrienta carnicería".
De "carnicería humana" volvió a definirlo en la
invitación pastoral que escribió con motivo del día de la
Inmaculada,
en la que mandó se hicieran rogativas públicas tras la misa mayor
del día, por las necesidades "gravísimas...de Europa y las de
España".
No
dejaba de
preocupar a Guisasola el terrible conflicto que seguía, tras casi
cuatro años de guerra, asolando Europa. Por ello, el 5 de febrero
de 1918 enviaba una carta reservada al
nuncio, en al que le pedía su parecer acerca de un proyecto que
tenía de enviar a los obispos de las naciones beligerantes una nota
del episcopado español solicitando su colaboración para apresurar
la paz.
El cardenal lamentaba la ineficacia de la Nota que el papa Benedicto
XV había dirigido a los jefes de las naciones beligerantes, en la
que el papa hacía referencia al conflicto como "inutile
strage" señalando la actuación
de los aliados para inutilizar
dicha intervención pontificia. Siendo España un país neutral, el
episcopado español podría hacer un llamamiento que fuera secundado
por las más prestigiosas entidades católicas y pudiera promover un
movimiento mundial en pro de la paz. Ragonesi,
inmediatamente, informó de ello al cardenal Gasparri, tras responder
al cardenal
que su generosa idea debía ser muy estudiada, y preguntaba si podría
insinuarle confidencialmente al primado que tratase de realizarlo,
por su cuenta, con las máximas cautelas.
Gasparri respondió el 11 de febrero que, aún apreciando la generosa
idea que informaba el proyecto del cardenal, no consideraba que fuera
oportuno, ni que lograra la finalidad pretendida.
Al día siguiente Ragonesi escribía al primado informándole en es
sentido, señalando que "no parece oportuna su realización, ni
brinda esperanza de conseguirse algún éxito".
El 14 de febrero, Guisasola hacía acuse de recibo, aceptando con
respeto la decisión, a la vez que manifestaba la honda pena que
sentía por lo que significaba lo indicado.
Ese
año la exhortación de Cuaresma, firmada al día siguiente del envío
de la carta del nuncio, no hizo alusión a la guerra, quedando dentro
de los límites tradicionales de una
exhortación a la conversión, abandonando el pecado.
Volvería
a aludir a la guerra en la alocución pastoral sobre el mes del
Sagrado Corazón,
lamentando que se hubieran cumplido las previsiones que el papa había
hecho, acerca de haber perdido toda esperanza de reconciliación
entre las naciones. Guisasola volvía a denunciar que lo que se
imponía era la dialéctica "o vencedores o vencidos, u
oprimidos u opresores", no pregonándose la paz de la justicia y
el derecho, sino el triunfo de la fuerza.
Ésta sería la última ocasión en la que se referiría al conflicto
bélico mientras éste durara; la siguiente intervención, en la que
reflexionaría sobre los desastres de la guerra y la lección que
habría que sacar de la misma, sería en su alocución pastoral sobre
el día de la Inmaculada.
Conclusiones
Para
la Iglesia Católica la Gran Guerra supuso una terrible conmoción,
dada la participación de católicos en ambos bandos contendientes.
Sin embargo, a lo largo de la misma, y más allá del escaso eco que
tuvieron las repetidas llamadas a la paz
del Papa y de algunos prelados, como
hemos visto en el caso del cardenal Guisasola, a la larga, el
prestigio del pontificado salió reforzado. Los esfuerzos
humanitarios granjearon la simpatía de aquellos que se vieron
beneficiados por los mismos, en un proceso similar al que experimentó
el rey Alfonso XIII de España, quien realizó también una gran
campaña humanitaria.
Paradójicamente,
por otro lado, la participación de sacerdotes y religiosos en la
lucha, movilizados por sus países respectivos, hizo que el fuerte
anticlericalismo imperante en algunos países, como Francia o
Portugal, se viera mitigado, y sin volver a la anterior situación
previa a la separación Iglesia-Estado, las relaciones fueron
normalizándose. Algo similar ocurrió en el reino de Italia, donde
al año siguiente al final de la guerra irrumpiría en la política
nacional la presencia de los católicos, con el Partito Popolare de
Don Sturzo, preparando el terreno para la normalización de
relaciones.
La
condena de la guerra, por otro lado, supuso un avance en la doctrina
de la Iglesia. Los desastres del conflicto, calificado de inútil
matanza, llevaron a una progresiva conciencia de la maldad de la
misma, más allá de la tradicional doctrina de la guerra justa.
En el caso de España, esta defensa de la guerra justa volvería a
ser invocada durante la guerra civil, si bien en un contexto
totalmente distinto, marcado por la violenta persecución
anticlerical desatada en el ámbito del territorio republicano. De
nuevo se hablaría de guerra santa y de cruzada, si bien habría que
matizar que dicha conceptualización también se vería influida, y
fuertemente, por el enfrentamiento, soterrado, pero real, entre el
modelo estatalizante y pro nazi de Falange y la defensa de la
tradicional España católica por parte de la Iglesia, liderada por
el cardenal primado, Isidro Gomá.
Pero esta cuestión excede los límites cronológicos
de la presente
aproximación.