Con el miércoles de Ceniza comenzamos una nueva Cuaresma, tiempo de gracia y salvación que nos prepara a la celebración del misterio pascual de Cristo en Semana Santa. Si la celebración de dicho misterio, con su punto culminante, que es la Vigilia Pascual, constituye el momento más importante del año para un cristiano, es preciso prepararse bien, viviendo intensa y profundamente este tiempo litúrgico.
La Cuaresma no es un periodo triste, sino una etapa de purificación y renovación, personal y eclesial, desde la confianza en la infinita misericordia de Dios. Queremos, evocando el camino de penitencia de las primeras comunidades cristianas y la etapa final de preparación al bautismo de los catecúmenos, actualizar nuestra vida cristiana, conformar nuestra existencia de un modo más pleno a Cristo, que con su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha redimido del pecado y elevado a la dignidad de hijos de Dios por el Bautismo. Si queremos que la renovación de nuestras promesas bautismales en la noche de Pascua sea auténtica, no quede reducida a un rito más dentro de la celebración, hemos de empeñarnos en transformar en profundidad nuestra existencia, conformándola más plenamente a la de Cristo.
Para ello, en este tiempo favorable, la Iglesia nos ofrece una serie de ayudas y medios. Con la recepción de la ceniza, que nos evoca nuestro origen humilde, nuestra procedencia del polvo, pero a la vez nos invita a creer en la buena noticia de Jesucristo, expresamos nuestro deseo de entrar en este camino de conversión. La Cuaresma es un tiempo para retirarnos, como Jesús, a nuestro particular desierto, buscando el silencio y el encuentro con Dios, y afrontando las tentaciones del demonio con la fuerza de la Palabra de Dios. Durante la Cuaresma hemos de leer, meditar, saborear más asiduamente la Escritura. Como el pueblo de Israel, cuarenta años peregrino en el desierto, experimentamos en nuestra debilidad y pecado la acción salvadora y misericordiosa de Dios, que no nos deja de su mano.
Junto al encuentro con Dios en la oración, otros dos son los medios privilegiados para recorrer el camino cuaresmal: el ayuno y la limosna, dos prácticas que se hayan mutuamente relacionadas, pues el ayuno no ha de ser sólo de alimento, sino de todo aquello superfluo, innecesario, que nos ata, de un modo particular en esta sociedad consumista, y esto, el fruto de mi privación voluntaria, según la mejor tradición espiritual de este tiempo, lo transformo en la limosna, con la que comparto con el hermano necesitado.
Las lecturas que se nos ofrecen en este día nos marcan la pauta que hemos de seguir: en la primera lectura, el profeta Joel nos invita a una conversión que parta de lo más profundo de nuestro ser, que no se quede en práctica externa, sino que transforme el corazón. Una conversión que atañe no sólo a cada uno, de modo individual, sino a todo el pueblo, en sus distintas clases y grupos.
El salmo 50 es una bellísima y profunda petición de perdón al Dios rico en misericordia, reconociendo que somos pecadores, pero sabiendo que Él está dispuesto a devolvernos la alegría que proviene de su acción salvadora.
San Pablo, en el fragmento que leemos de la segunda carta a los Corintios, nos apremia a reconciliarnos con Dios, aprovechando el momento favorable "ahora es el día de la salvación".
Por último, el evangelio de san Mateo nos insta a practicar la limosna, la oración y el ayuno buscando, no el aplauso ni el reconocimiento externo, sino sólo agradar a Dios, sabiendo que Él, que es generoso, nos recompensará.
Cuaresma, tiempo para subir con Cristo a Jerusalén a celebrar su misterio pascual; y tras Cristo, para estar al pie de la cruz en el momento preciso, subió María. Ella, cuya presencia discreta en la Cuaresma no es por ello menos real ni eficaz, nos ayudará a recorrer, con la fortaleza de la fe, este camino que culminará en el gozo sin límites de la mañana de Pascua.
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