domingo, 30 de octubre de 2016

Ruinas de Valsaín

A veces un paisaje imaginado desde la lectura de los documentos históricos, o desde la representación artística, logra deslumbrarnos al poder contemplarlo directamente. Sin embargo, en otras ocasiones, el choque con la realidad no hace más que sumirnos en la tristeza, o incluso en el enfado.
Esta ha sido mi triste experiencia con Valsaín. Sabía que el antiguo Real Sitio era un cúmulo de ruinas, pero incluso las ruinas pueden tener dignidad. No es este el caso. Descubrir la incuria en la que se halla sumido el palacio de Felipe II, convertido en picadero de caballos, las arcadas del patio transformadas en almacén de madera, el abandono...una indignidad para los que lo han consentido, y una mancha sobre un país que se pretende culto y civilizado.

Torre Nueva (foto del autor)
Así, como observamos a la izquierda, se conserva la Torre Nueva, una de las que pertenecían a la Casa de Oficios, sin la cubierta, pero aún resistente en su fábrica. Otros elementos no han tenido tanta perdurabilidad, habiendo sido expoliados, ya en fechas inmediatamente posteriores al incendio de  1682, pues a principios del siglo XVIII diversos materiales se emplearon en las obras del palacio de San Ildefonso. En 1869 los restos del palacio pasaron a manos privadas, estado en la que aún se encuentra.

Contemplar Valsaín, tal y como se haya en la actualidad, me ha hecho evocar los versos de Quevedo, en los que lamentaba la situación de la España de su tiempo:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados, 
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo. Vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa. Vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


Torre Nueva
La situación actual de un lugar que tuvo tanta importancia como El Escorial en la España de los Austria requeriría una enérgica intervención por parte de los poderes públicos a los que compete la conservación de nuestro patrimonio, así como una movilización de todos aquellos interesados en nuestra historia y en nuestro arte. El patrimonio artístico, además de un valor en sí mismo, es fuente de riqueza y progreso económico y cultural para aquellos lugares en donde se encuentra. Valsaín ha sufrido un abandono secular, pero tal vez, con esfuerzo, ilusión e imaginación, podría renacer, como el ave fénix, de sus cenizas. Quizá, algún día, podamos recrear sus muros, contemplar sus airosos chapiteles, escuchar el rumor del agua correr en el jardín renacentista. Podría, con un poco de imaginación y esfuerzo, insertarse en una ruta de los Reales Sitios, un recorrido cultural, histórico y artístico que nada tiene que envidiar a los Castillos del Loira franceses.

Quizá, soló quizá, podamos admirar de nuevo la belleza, el esplendor, la dignidad, del que fue, antaño, uno de los Reales Sitios más importantes de la Monarquía Católica

Vista del Palacio de Valsaín por Juan Martínez del Mazo (alrededor de 1650)
Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
                                                                                                                                     
Una detallada explicación de las vicisitudes del Real Sitio puede encontrarse en:
http://www.elarcodepiedra.es/index_archivos/Palacio_Real_de_Valsain_Segovia.htm (consultado el 30 de octubre de 2016)

sábado, 22 de octubre de 2016

"Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", Feliciano Montero/Joseba Louzao (Eds.)

MONTERO, Feliciano/LOUZAO, Joseba, "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", (eds.) Granada, Comares Historia, 2016, pp. 184, ISBN: 978-84-9045-444-2


La historiografía española contemporánea está viviendo, en uno de los temas que tradicionalmente tenía más abandonados, el de los estudios acerca de la Iglesia y del hecho religioso en general, una prometedora y fecunda renovación. Por fin parece que en este ámbito podemos lograr una homologación con lo que en otros países de nuestro entorno se está realizando con normalidad y con buenos resultados.
En este sentido, las diversas publicaciones que desde el grupo de investigación "Catolicismo y Laicismo en la España del s. XX", coordinado por el catedrático Feliciano Montero, se vienen haciendo, suponen no sólo una rica aportación al tema, sino, al mismo tiempo, la apertura de nuevos campos de trabajo y la consolidación progresiva de la antedicha renovación historiográfica.
El último fruto, por ahora, de este esfuerzo investigador y divulgador ha sido la obra colectiva "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", editada por el profesor Montero y por Joseba Louzao.


La obra se articula en tres grandes apartados. El primero, titulado "La España Católica: un canto triunfalista", en el que escriben Pablo Martín de Santa Olalla, Natalia Núñez Bargueño y Feliciano Montero, trata el Concordato de 1953, el Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952 y la Acción Católica española durante los años cincuenta; el segundo, "Revisando la Cristiandad: autocríticas religiosas y pastorales", recoge las aportaciones de Francisco Carmona, José Sánchez Jiménez, María José Martínez González y Fernando Molina, quienes analizan la autocrítica realizada por el propio catolicismo español, el instituto León XIII en la teoría y en la praxis social del cardenal Herrera, los primeros años de El Ciervo y la experiencia cooperativa de Mondragón. Por último, el tercer bloque, bajo el epígrafe "1956: buscando convergencias en una crisis política", presenta los trabajos de Javier Muñoz Soro sobre la política educativa de Joaquín Ruiz Jiménez; de Felipe Nieto acerca de la contribución de Jorge Semprún a la política de reconciliación nacional del PCE y el análisis sobre la crisis de 1956 por parte de Miguel Ángel Ruiz Carnicer.
Se trata de un libro, por tanto, que nos ayuda a profundizar, más allá de tópicos, en la naturaleza diversa del catolicismo español en el contexto de la dictadura franquista en un marco temporal muy concreto, el de los años cincuenta, unos años en los que España comenzaba a experimentar una serie de cambios trascendentales.

lunes, 26 de septiembre de 2016

"La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos", de Ángel Fernández Collado

FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, "La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos", Toledo, Cabildo Primado. Catedral de Toledo, 2016, pp. 257, ISBN: 978-84-15669-45-6

Dentro de la colección patrocinada por el Cabildo de la Catedral Primada de Toledo, Primatialis Ecclesiae Toletanae Memoria, se ha publicado recientemente la obra La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos, del obispo auxiliar de Toledo y canónigo archivero, monseñor Ángel Fernández Collado. En ella el autor nos ofrece una síntesis de la vida de la Iglesia Católica en España durante la Edad Moderna, desde el reinado de los Reyes Católicos hasta el fin del Antiguo Régimen, en 1808.
Imagen de la cubierta: Felipe II y su hijo don Carlos entrando en Toledo con las reliquias de San Eugenio (Francisco Bayeu)

El libro pretende introducirnos en el conocimiento y comprensión profunda de cómo se desarrollaron algunos hechos históricos básicos y esenciales de la historia de la Iglesia en el periodo analizado. Se divide en tres capítulos, el I, dedicado a "La Iglesia en la época de los Reyes Católicos"; el II, "La Iglesia en la época de los Austrias" y el III, "La Iglesia en la época de los Borbones". Se añade una amplia bibliografía general y específica, que nos permite una profundización mayor en las cuestiones presentadas. El fin de la obra es ofrecer una panorámica general apoyada en la documentación, hechos y ejes fundamentales, para facilitar su conocimiento y asimilación personal.
Una interesante obra de síntesis, que puede resultar de gran ayuda, tanto a estudiosos, como a cualquier persona culta que quiera conocer la historia de una de las instituciones claves en la vida de nuestro país. Un libro que puede servir, tanto de manual académico, como de lectura reposada y enriquecedora.

martes, 30 de agosto de 2016

"La Catedral de Toledo en el siglo XVI", de Ángel Fernández Collado

FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, La Catedral de Toledo en el siglo XVI. Vida. Arte. Personas, Toledo, Cabildo Primado, 2015, pp. 344, ISBN: 978-84-15669-25-8

El mes pasado hacía referencia a la obra de María José Lop Otín, La Catedral de Toledo en la Edad Media, que nos presentaba la vida del tempolo primado a lo largo de los siglos medievales, desde su erección tras la Reconquista. Complemento perfecto de la misma es el libro que el actual obispo auxiliar de Toledo y canónigo archivero, Ángel Fernández Collado, ha escrito, mostrándonos cómo era la Dives Toletana en uno de sus momentos de mayor esplendor, el siglo XVI.


Monseñor Fernández Collado, uno de los mejores conocedores de la historia de la Catedral Primada, nos ofrece un detallado recorrido por los diferentes ámbitos de la misma, desde la organización del cabildo, empresas artísticas realizadas, personajes que vivían en la catedral, con algunas pinceladas biográficas sobre los canónigos del siglo XVI, así como de algunas instituciones surgidas a la sombra de la catedral, como el Colegio de Infantes. Concluye la obra con una semblanza de los arzobispos de Toledo a lo largo del periodo estudiado, desde el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros hasta Bernardo de Sandoval y Rojas.
Una obra imprescindible para todo aquel que quiera conocer a fondo una de las instituciones más importantes de la España Imperial.

jueves, 18 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (IX)

El Real Patronato

Uno de los problemas que el primado hubo de afrontar fue el de la provisión de los cargos eclesiásticos en España. Eran muchos los que se quejaban de los abusos y perturbaciones que el sistema vigente acarreaba a la Iglesia española. La práctica hasta el siglo XVIII había consistido, en lo referente a las iglesias catedrales y colegiatas, en que las provisiones se iban haciendo en meses alternos por el papa y los obispos; el Concordato de 1753 alteró radicalmente este sistema, quedando reducida a cuatro meses la alternativa de los obispos y concediéndose los ochos restantes a la Corona. El derecho de los obispos se vio aún más reducido por el Concordato de 1851, en el que no sólo se reservó a la Corona el nombramiento para el deanato, sino que también la provisión de las vacantes producidas por resigna o promoción.
Pero a la altura de los años veinte, el viejo privilegio se consideraba ya como algo caduco, “una verdadera institución medieval” que al ejercerse en circunstancias tan distintas de las originarias, apenas justificaban siquiera el calificativo de Real. Se veía desligado de los motivos históricos que le dieron origen, de modo que los gobiernos anticlericales que habían regido el país durante el último siglo poco tenían que ver con los monarcas que se proclamaban defensores de la fe y que merecieron el privilegio. La misma prensa liberal denunciaba que los políticos que dirigían el ministerio de Gracia y Justicia estaban muy lejos de dominar con la debida competencia los asuntos eclesiásticos, siendo muy contados los que llegaban al cargo en condiciones de orientarse para los nombramientos del clero, lo que daba lugar a un régimen de favor y arbitrariedad. Además, tras la Gran Guerra, con la caída del Imperio austro-húngaro y otras monarquías, la Santa Sede había optado por ir haciendo desaparecer los viejos privilegios concedidos a los monarcas. Era, por tanto, deseo de la Iglesia, manifestado explícitamente por Benedicto XV y Pío XI, afirmar su independencia y libertad.
El 22 de diciembre de 1923 Reig envió al nuncio un escrito del obispo de Calahorra, en el que éste exponía los daños que sufría la Iglesia con el procedimiento de provisión de las prebendas en catedrales y colegiatas, así como los remedios posibles; de ello había dado cuenta en la reunión de metropolitanos, y estos convinieron que dado el estado de cosas en el que se encontraban, no se podría lograr una reforma que lesionaría en tal modo el Real Patronato que tendría que ser objeto de nuevo Concordato.
Lo que denunciaba el obispo calagurritano, Fidel García Martínez, era que, con el sistema existente, no solo el nombramiento de la mayor parte de los principales puestos de las diócesis había venido a caer en manos de una autoridad extraña a la Iglesia, como era el ministerio de Gracia y Justicia, sino que además gozaba en ello de una libertad que no tenía para los nombramientos de funcionarios civiles de su departamento, lo cual conducía a que no siempre se designaran los más dignos o capaces; el obispo denunciaba además las corruptelas existentes; los ascensos de personas medianas, mediocres e ineptas; los servicios políticos pagados con beneficios eclesiásticos; los nombramientos debidos a la influencia de caciques o de partidos políticos, todo ello concretado en cuatro daños producidos: primero, para el gobierno de las diócesis, pues los cabildos así formados no merecían la confianza de los prelados; para los cabildos, la admisión de personas incapaces y el cese de estímulos para los que verdaderamente lo merecían; para el clero diocesano, la desilusión y el escándalo; para el pueblo fiel, la esterilidad del ministerio sacerdotal. Como remedio radical proponía que la Iglesia pudiera recuperar su libertad, en conformidad con el propio derecho vigente, como aparecía en el canon 403 o, al menos, acercándose lo más posible; a su juicio, podría la Corona reservarse, como recuerdo histórico y honorífico, una dignidad o canonjía en cada cabildo, o al menos, no pudiendo conseguirse otra cosa, que nombrara siempre en terna propuesta por el obispo.
La solución que finalmente se impuso fue la de la creación de una Junta eclesiástica que, delegada por el rey, propusiera a éste, como patrono de las iglesias de España, las personas que debían ocupar las prebendas y beneficios vacantes; Alfonso XIII firmaba el real decreto el 10 de marzo de 1924. El nombre oficial era el de Junta Delegada del Real Patronato, y estaba compuesta por el arzobispo de Toledo, como presidente nato; un arzobispo y dos obispos titulares; un prebendado dignidad; un canónigo y un beneficiado, pertenecientes estos tres últimos al cabildo de cualquier catedral o colegiata del reino. La Junta designaría a uno de los vocales para la función de secretario. Los obispos españoles elegirían a los prelados que fueran vocales en la forma que ellos consideraran mejor, pero el resto se haría por voto corporativo de cada catedral o colegiata, computándose en cada una de ellas un voto por clase de aquellas a las que fueran a pertenecer los elegidos, remitiéndose las actas de elección al arzobispo de Toledo, quien procedería al escrutinio, ayudado por un capitular y un beneficiado de la catedral primada, comunicándose el resultado al ministerio de Gracia y Justicia, para que procediera al nombramiento; la Junta, excepto su presidente, se renovaría cada dos años. Para la elevación de presbíteros al episcopado, los obispos pertenecientes a la Junta debían hacer en el mes de enero de cada año una clasificación de un número aproximado al de posibles vacantes, señalando sus méritos y condiciones, y con carácter reservado, entregar la lista al ministerio de Gracia y Justicia, para que lo tuviera en cuenta para las propuestas al rey; la promoción a los arzobispados, así como los destinos de todos los prelados sería a propuesta del Gobierno. Cuando un beneficio o prebenda quedara vacante, se comunicaría al presidente de la Junta para que se anunciara la vacante en los boletines oficiales de todas las diócesis y pudieran los aspirantes acudir ante la Junta. Esta elevaría al rey, por medio del ministerio de Gracia y Justicia, la relación nominal, con la indicación de los méritos de quienes considerara con la virtud y capacidad necesarias para ocupar la vacante que se tratara de proveer, así como otros nombres que aunque no hubieran solicitado la vacante, constasen sus merecimientos; asimismo la Junta informaría al ministerio de las exclusiones acordadas.
Esta normativa fue vista como una gran novedad. Para algunos era una dejación, por parte del Gobierno, de una de sus funciones; para otros, como expresaba El Debate, se había quedado corto, pues era preciso aspirar a la plena libertad de la Iglesia a la hora de nombrar los diversos cargos. A juicio del nuncio, con el que coincidió el secretario de Estado, Gasparri, debería contar con un reglamento especial para la elección de los candidatos episcopales, en el que se impusiera el secreto pontificio.
La primera Junta quedó constituida por el cardenal Reig, como presidente y como vocales numerarios el arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui; el obispo de Salamanca, Ángel Regueras; el de Pamplona, Mateo Múgica; el arcipreste de la catedral de Zaragoza, José Pellicer; Víctor Marín, canónigo de la iglesia primada de Toledo y Acisclo de Castro, beneficiado de Zamora. Para los años 1926 y 1927, los vocales fueron Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid; Mateo Múgica, obispo de Pamplona; Ramón Pérez, obispo de Badajoz; José Pellicer, arcipreste de Zaragoza, Víctor Marín, canónigo de Toledo y Felipe Ibave, beneficiado de la misma catedral. El 25 de noviembre de 1924 enviaba el cardenal Reig al nuncio la lista con los nombres de aquellos que se consideraba pudieran ser promovidos al episcopado y que habían sido aceptados unánimemente por la Junta Delegada. El 30 de marzo de 1925 se volvía a reunir la Junta, proponiendo al Gobierno una nueva lista de nombres de sacerdotes que reunían las condiciones para ser promovidos al episcopado. El 17 de junio Tedeschini respondía al primado, indicando que, a su parecer, y salvo juicio superior de la Santa Sede, todos ellos, salvo uno, el penitenciario de Vich, podían ser presentados para el episcopado.
Ese año, el 14 de diciembre, se firmaba el real decreto sobre turnos para la provisión de cargos eclesiásticos, con el fin de que la misma pudiera hacerse lo más equitativamente posible, evitando que los distintos servicios de los aspirantes aparecieran confundidos, estableciendo para el orden de los concursos ocho categorías.
En la reunión que tuvo lugar el 12 de marzo de 1926 se acordó proponer al Gobierno los nombres de Miguel Moreno Blanco, maestrescuela de la catedral de Córdoba y secretario de cámara de dicha diócesis; el padre Juan Perelló, superior general de la congregación de los Sagrados Corazones y catedrático de Teología Moral en el seminario de Mallorca; don Justo Goñi, arcediano de Tarazona y vicario general de la diócesis; Teodolindo Gallego, arcediano de Lugo; además se repetía la propuesta que se hizo el 24 de noviembre de 1924 a favor del arcediano de Tarragona, Isidro Gomá. El 10 de abril el nuncio escribió al cardenal Reig que no había obstáculo para que fueran propuestos Isidro Gomá, Juan Perelló y Miguel Blanco Moreno, mientras que de los otros se reservaba el parecer hasta que recibiera algunos datos que había pedido sobre ellos. Esto parece demostrar el interés de la Santa Sede de realizar una selección de los candidatos, antes de que llegara la lista al Gobierno; es más, el propio Reig había solicitado de Tedeschini el nombre de los candidatos que merecían su beneplácito. Poco después, el nuncio volvía a escribir al primado, indicándole que los arcedianos de Lugo y Tarazona quedaban descartados, uno por la edad y delicado estado de saludo, y el otro por un conjunto de circunstancias que no le hacían idóneo. El 18 de noviembre de 1926 se reunió de nuevo la Junta, acordando presentar a Silvio Huix Miralpeix, del oratorio de San Felipe Neri; a Antonio Cardona, magistral de Ibiza y secretario de cámara; Germán González Oliveros, magistral de Valladolid; Justo Goñi, vicario capitular de Tarazona; Joaquín Ayala, doctoral de Cuenca y José Pellicer, arcipreste de la catedral de Zaragoza. De ellos Tedeschini indicaba el 7 de febrero de 1927 al primado que podía presentar al Gobierno los nombres de Silvio Huix, Antonio Cardona y Justo Goñi. Esta sería la última vez que actuara Reig como presidente de la Junta; la siguiente reunión, tras la muerte del prelado, sería el 28 de enero de 1928, presidida ya por el cardenal Pedro Segura. Tras la caída de Primo de Rivera, la Junta fue suprimida, por decreto del ministro de Gracia y Justicia, José Estrada, el 16 de junio de 1930, con la justificación de que era función del Gobierno volver a la normalidad, y por tanto era preciso restablecer el ejercicio de las disposiciones concordadas en su pleno vigor. Dicha supresión fue duramente criticada por el nuncio, quien en su informe al secretario de Estado, Eugenio Pacelli, alababa el funcionamiento de la misma, pues había servido al mejor ejercicio de las disposiciones concordatarias, sin que, a su juicio, y opuestamente a lo que opinaba el ministro, se hubiera salido de la normalidad en este asunto; Tedeschini creía que se había querido, ante todo, destruir también en esta materia todo vestigio de Primo de Rivera y que en España se volvía a instaurar el régimen de las influencias políticas, con las consiguientes clientelas, prestándose el campo de los beneficios eclesiásticos muy bien a estos fines. No es de extrañar, por tanto, que cuando un año más tarde se proclamara la república, fuera vista por la Santa Sede como una oportunidad inmejorable para la consecución de la ansiada libertad en los nombramientos eclesiásticos españoles.