Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo
Quienes, semana tras semana, y año tras año, tienen la
paciencia de leerme, saben que, llegado el otoño, es ya una ineludible
tradición la de escribir sobre los jardines del Real Sitio de San Ildefonso,
para mí uno de los lugares más hermosos de España, singularmente en estos meses.
No falto a esta cita estacional con la belleza excepcional que los adorna,
manifestada en las mil y una modulaciones de los colores que decoran, en
constante y vertiginosa transformación, su frondosa vegetación, creando un
marco maravilloso en el que parece que van a tomar vida los personajes
mitológicos de fuentes y estatuas. En este deambular algunas especies de
árboles me atraen particularmente, invitándome a hacer un alto y extasiarme
ante la hermosura que prodigan.
Reconozco que mi interés hacia los árboles deriva de mi buena
y vieja amistad con los Sánchez Butragueño. A Mari Carmen le debo la curiosidad
por los pinsapos, y a Eduardo, por los celtis australis, vulgo almeces o
almárcigos. De los diferentes tipos de Quercus –roble, encina y alcornoque-
quedé saturado en las asignaturas de geografía física de España de la vieja
licenciatura de Geografía e Historia. Pero desconocía cómo se denomina un árbol
que siempre me ha llamado la atención en otoño, por la diversidad y belleza de
sus colores, y del que, antes de llegar al edificio de la Real Colegiata, se yergue
un espléndido ejemplar, crecido junto a la imponente altura de las secuoyas que
empequeñecen la cúpula de Ardemans y los chapiteles austriacos del palacio. En
mi última visita al Real Sitio, bajo una lluvia que envolvía la atmósfera de
lechosos velos agitados por el viento, me detuve, pasmado por la maravillosa
policromía que lo recubría. Y leyendo la cartela explicativa, descubrí su
sonoro, potente, nombre. Liquidámbar. Una especie nativa de América,
introducida en Europa hacia 1681, siendo plantada en los jardines del obispo anglicano
de Londres, Henry Compton, quien, junto a sus tareas episcopales, destacó por
sus aficiones como naturalista. Sin duda, hay que alabar su gusto por un árbol
tan bello.
Liquidámbar |
En la obra del poeta mexicano Alberto Blanco encuentro un
poema titulado El liquidámbar, en el
que el alma del escritor se transforma en dicho árbol. Sin duda, inspira. Pero,
además, sana. Su savia tiene propiedades que ayudan al cuidado de la piel, y se
empleó como bálsamo, perfume e incluso incienso.
Un buen descubrimiento, el liquidámbar.