Les he comentado en alguna
ocasión que suelo ser una persona positiva, que trata de sacar lo bueno de cada
situación, por dura que sea. Cuando comenzó la pandemia y, sobre todo, cuando
pudimos comprobar sus terribles secuelas, pensé que esta crisis colectiva, la
más dura quizá que hemos vivido en España desde el final de la guerra civil,
traería, como consecuencia, una mayor cohesión social. Creí que la tremenda
prueba colectiva nos uniría en una experiencia común, que todos asumiríamos el
dolor por los muertos, el sufrimiento de los enfermos, la incertidumbre ante el
oscuro panorama económico, como algo propio compartido con los demás, a modo de
lazo que nos hermanaría y nos ayudaría a afrontar la dura travesía por el
desierto, apoyándonos unos en otros. Me equivoqué. Lo que hemos visto en estos
meses ha sido un progresivo enrarecimiento del ambiente, un creciente clima de
hostilidad, una intolerancia cada vez mayor, un enfrentamiento brusco, acerbo, incapaz
de comprender la postura opuesta o diferente.
No es nada nuevo. Llevamos
doscientos años, desde el reinado de Fernando VII, de guerracivilismo, de
negación del pan y la sal a quien consideramos nuestro enemigo. La Restauración
de Cánovas y la Transición trataron de restañar las heridas de dos siglos
marcados por enfrentamientos civiles, de inestabilidad política, de exclusión
del adversario. La primera, sufridas diversas crisis y dificultades, fue
clausurada por la dictadura de Primo de Rivera, tras la que llegó la Segunda
República, cerrando el ciclo la terrible guerra civil. La Transición, tan
denostada hoy por algunos, trató de superar esas dos Españas que se habían
combatido hasta la aniquilación; con sus sombras innegables, trajo un espíritu
de concordia, de mirar hacia delante juntos, de no ver enemigos sino
adversarios con los que se podía dialogar. Ese espíritu parece difuminado y lo
que se está imponiendo de nuevo es la confrontación que levanta muros y
destruye puentes. La Covid-19 ha hecho
revivir un virus más peligroso, el de la intolerancia. Hace unas semanas
lamentaba su presencia en las redes sociales, pero ha infectado a toda la
sociedad. La violencia verbal es cada día mayor, y de ahí a la física existe
una tenue línea divisoria.
En esta deriva que nos arrastra y
envuelve a todos, existen algunos más responsables que otros. Una clase
política mediocre y cortoplacista, incapaz de visión amplia; unos medios de
comunicación sometidos a intereses partidistas, que rehúyen su misión de ser conciencia
libre y crítica; una clase intelectual que ha devenido en intelligentsia al servicio del grupo político; los agitadores de
uno y otro lado que apuestan por el “cuanto peor, mejor”. Pero también los
demás tenemos nuestra responsabilidad, al demostrar excesiva inmadurez e
infantilismo como ciudadanía, dejándonos arrastrar por la falta de compromiso y
exigencia.
Estamos tensando la cuerda
demasiado. O reaccionamos y somos capaces de detener esta vorágine o la cuerda,
quizá más pronto que tarde, se romperá.