Comparto el artículo que publiqué en La Tribuna el pasado miércoles 10 de abril, sobre Jerónima de la Asunción
No sé si han
contemplado alguna vez su rostro. Lo inmortalizó Velázquez en una espléndida
pintura que se conserva en el Museo del Prado. Impresiona. Austero. Surcado por
arrugas, reflejo de su edad y de una vida marcada por la austeridad y la
penitencia. Mirada penetrante. Es una mujer de unos sesenta y cinco años, a
punto de embarcarse en un largo viaje. Una monja. Mística. Toledana. Jerónima Yáñez.
O de la Fuente. O de la Asunción, que de las tres maneras es conocida. Aunque
hoy haya sido olvidada en gran medida. Una figura que les invito a conocer,
pues resulta fascinante.
Nació en Toledo en
1555. A los seis años ya sabía leer, escribir y contar. Cuando rondaba los
catorce fue testigo de las andanzas por Toledo de Teresa de Jesús, que trataba
de fundar uno de tantos monasterios que enriquecían (por desgracia, cada vez más,
en pasado) la ciudad. Jerónima se sintió llamada a la vida consagrada, y al año
siguiente, el 15 de agosto de 1570, ingresó en el convento de Santa Isabel de
los Reyes. Aquí supo compaginar una profunda vida espiritual con una intensa
actividad que repercutía en la sociedad toledana, recogiendo dinero para los
más necesitados, enviando ayuda a la cárcel, donando, incluso, en una ocasión,
su propia cama para un enfermo del Hospital. Promovió la realización de la
escultura de la Inmaculada para el altar mayor del convento, y el culto a la
imagen del Santísimo Cristo de la Misericordia, en torno al cual surgió una
cofradía, desaparecida en el siglo XIX.
Jerónima de la Asunción (Velázquez) |
Su espíritu inquieto la
impulsó a realizar una hazaña digna de una novela. En 1598 tuvo noticia de que
en Manila deseaban tener un convento de monjas, poniéndose manos a la obra. Logrados
los permisos, el 28 de abril de 1620 iniciaba el viaje desde Toledo a Sevilla
con cinco monjas. Allí la pintó Velázquez. El 5 de julio, con otra monja más, se
embarcaron en Cádiz, llegando, a finales de septiembre, a Ciudad de México,
donde se le unieron dos religiosas. El 1 de abril de 1621 se hicieron a la mar
desde Acapulco, llegando a Filipinas el 24 de junio. Durante el viaje, a la
altura de las Marianas, falleció una de las religiosas, María de la Trinidad.
Llegadas a Manila el 5 de agosto de 1621, fundaron, bajo la regla de Santa
Clara, el primer convento contemplativo de Extremo Oriente. No se arredró ante
las dificultades, escribiendo incluso al rey Felipe IV. Sus últimos 30 años
estuvieron marcados por la enfermedad, falleciendo en Manila el 22 de octubre
de 1630. Su recuerdo en Toledo se fue borrando, aunque en 1930 el Ayuntamiento
dio su nombre a la Travesía de Santa Isabel, quedando como testimonio una placa
desvencijada en la pared del convento.
Una mujer, una toledana
digna de ser recordada. O de que, al menos, no se caiga la placa.