Comparto el texto de la conferencia que impartí el pasado miércoles 29 de agosto en las X Jornadas de Historia Moderna y Contemporánea "Guerra y Paz en la Edad Moderna y Contemporánea", celebradas en Salta, Argentina, los días 29, 30 y 31 de agosto
La
Gran Guerra supuso para Europa una tremenda conmoción que afectó no
sólo a los países combatientes, sino también a aquellos que
permanecieron neutrales, como fue el caso de España. Asimismo, el
conflicto creó dentro de la Iglesia católica grandes divisiones,
pues los católicos de ambos bandos defendían tener a Dios de su
parte. Esto llevó a que la Santa Sede a una difícil posición, en
la que las continúas llamadas a la paz por parte del papa, recibidas
con indiferencia e incluso con rechazo, conducirían a una condena de
la guerra en sí que supondría un avance en la reflexión moral
sobre el hecho de la guerra como tal. Sobre dicha actuación y su
reflejo en España, uno de los países católicos más importantes
vamos a presentar brevemente unos rasgos generales, que nos sirvan de
aproximación.
Benedicto
XV y la llamada a la paz
El
3 de septiembre de 1914, apenas comenzada la guerra, el cardenal
Giacomo della Chiesa, arzobispo de Bolonia, fue elegido papa como
sucesor de Pío X1.
Su labor pastoral iba a estar marcada, en gran medida, por
las consecuencias del conflicto bélico. Sus llamadas a la paz
caerían en saco roto y su deseo de estar por encima de los bandos
encontraría incomprensión en unos y otros. Olvidado por la
historiografía, sólo recientemente se ha empezado a estudiar en
profundidad su figura y su labor, rescatándolo
poco a poco del desconocimiento que se ha hecho ya un lugar común en
torno a su figura. Sin embargo, en el ámbito de la historiografía
en lengua castellana está lejos de ocupar el lugar que objetivamente
le correspondería.
El
nuevo pontífice nació
en Génova el 21 de noviembre de 1854, en el seno de una noble
familia lombarda. En Roma estudió como alumno del
prestigioso colegio Capránica, siendo ordenado el 21 de diciembre de
1878 en la basílica de San Juan de Letrán. Ingresó en la Academia
de nobles eclesiásticos, donde aprendió las prácticas diplomáticas
y Derecho Internacional. Acompañó a Mariano Rampolla del Tindaro en
su misión diplomática en España. Más tarde, elevado Rampolla a la
Secretaría de Estado, ocupará la función de minutante en la
sección de asuntos ordinarios, lo que le permitió conocer por
dentro los engranajes de la curia romana. Fue enviado a Viena,
completando así su experiencia. Sustituto de la Secretaría de
Estado, en octubre de 1907, fue, de modo inesperado, nombrado
arzobispo de Bolonia.
Su
elevación al cardenalato se hizo esperar, no llegando sino en el
consistorio secreto de mayo de 1914. Tres meses más tarde era
elevado a la sede de Pedro. Como Secretario de Estado escogió al
cardenal Pietro Gasparri, diplomático y canonista.
En
su primera encíclica, del 1 de noviembre, Ad Beatissimi, el
papa señalaba como programa de su pontificado una Iglesia Madre y
Maestra, compañera del ser humano a lo largo de todo el ciclo de su
vida, tanto individual como colectiva, siendo la disciplina religiosa
la única garantía de un mundo fraterno y moral; al contrario, la
guerra, que se nutría de sangre y de lágrimas y que había
transformado Europa en un campo de muerte, demostraba el padecimiento
de los elementos mortales fermentados por el materialismo, y que sólo
encontraría salida con la restauración de los derechos de Dios.
Sus
primeros esfuerzos para aliviar los
desastres de la guerra fueron dirigidos a la atención a los
prisioneros, para lo cual confió, en diciembre de 1914, a Eugenio
Pacelli, entonces secretario de la Congregación de Asuntos
Eclesiásticos Extraordinarios, la dirección del servicio de
asistencia pontificia creado especialmente con esta intención. El
papa envió simultáneamente
a los soberanos de las naciones beligerantes un telegrama en el que
les rogaba de acabar con "este funesto año" y comenzar el
nuevo con un acto generoso, acogiendo su sugerencia de cambiar los
prisioneros de guerra, inválidos o heridos, considerados inútiles
para el servicio de las armas. La casi totalidad de los
destinatarios, desde el zar Nicolás II a Jorge V, incluyendo a
Poincaré, respondieron favorablemente, teniendo lugar los primeros
intercambios a comienzos de 1915. Más de 30.000 franceses, belgas,
ingleses y austriacos pudieron, de este modo, beneficiarse de una
hospitalización en Suiza. Entre otras iniciativas, se permitió a
los prisioneros el descanso dominical y se dedicó una tumba
monumental a los cristianos muertos en los Dardanelos. Un decreto del
15 de enero de 1915 prescribió una jornada universal por el
restablecimiento de la paz, fijada para
el 7 de febrero en Europa y para el 21 de febrero en las diócesis
fuera de Europa. La obra de los prisioneros, abierta en los palacios
vaticanos, pudo recoger 170.000 demandas de información, asegurar
40.000 repatriaciones y permitir 50.000 comunicaciones a las
familias. Una extraordinaria
organización internacional, en la que participaban obispos,
organizaciones de laicos y la diplomacia vaticana se encargó de
recoger noticias sobre prisioneros, muertos y heridos, ayudó a la
recuperación en Suiza de los enfermos, y buscó información sobre
desaparecidos. Se logró distribuir
medicinas y alimentos, independientemente de la religión o la etnia.
Asimismo el papa intervino, si bien con
escaso resultado, ante el sultán
otomano en favor de los armenios, en pleno proceso de genocidio, el
Metz Yeghern, por parte del Imperio Turco.
Otras
intervenciones del pontífice, sin embargo, tuvieron menos éxito. Se
multiplicaron las exhortaciones favorables a la paz (8 de septiembre
y 6 de diciembre de 1914; 25 de mayo, 28 de julio y 6 de diciembre de
1915; 4 de marzo y 30 de julio de 1916; 10 de enero y 5 de mayo de
1917). No logró obtener de las potencias beligerantes una tregua
para la Navidad de 1914. El papa trató de poner toda su autoridad
moral al servicio de la paz, exhortando a una paz justa, pero no sólo
no encontró eco en los políticos, sino que fueron malinterpretadas,
produciendo incomprensión y rechazo en ambas partes, que esperaban
la condena del adversario, al mismo tiempo que se creía que dichos
discursos inducían a la pérdida del ardor bélico.
El
otro ámbito en el que el papa se volcó fue el de la diplomacia y la
política. Ya a finales de 1914 en
Londres comprendieron que la posición de la
Entente en Roma estaba en clara
desventaja. Francia, desde la crisis de 1906, había suprimido su
embajada ante la Santa Sede. Al ser
urgente la necesidad de tener relaciones se acreditó a Sir Henry
Howard a la cabeza de una misión extraordinaria ante Benedicto XV.
La entrada de Italia en la guerra en 1915 modificó el tablero: los
representantes de los Imperios Centrales cerca del Vaticano tuvieron
que abandonar suelo italiano, instalándose en Suiza, lo más cerca
posible de la frontera. Las dificultades de comunicación entre el
papa y los nuncios se acrecentaron, limitando las posibilidades de
mediación. El papa confió una misión especial en Suiza al conde
Carlo Santucci, acogido por el responsable de Asuntos Extranjeros,
Giuseppe Motta, con quien tuvo buen entendimiento, y lo mismo ocurrió
con Gustave Adar, presidente de la Cruz Roja Internacional. Hubo
también una tentativa de mediación por parte de monseñor
Baudrillart, comenzada en septiembre de 1915, ante el gobierno
francés, para proponer una paz de compromiso con Alemania, que
fracasó. Otros intentos, también
secretos, se hicieron en marzo de 1918 entre Gasparri y el ministro
Nitti, de cara a una negociación entre
Italia y Austria.
Durante
el invierno de 1916 los contactos oficiosos con las diversas artes
parecían augurar que el Imperio Alemán vería con agrado que la
Santa Sede realizara gestiones oficiales. El nuncio en Viena, al
mismo tiempo, intervenía ante el emperador Carlos, sucesor de
Francisco José, el cual parecía que estaba dispuesto a desbloquear
la situación. El papa envió a uno de sus mejores diplomáticos,
Eugenio Pacelli en mayo de 1917 como nuncio a Munich y asimismo tomó
la iniciativa de nombrar un capellán jefe para el ejército
italiano, en la persona del coadjutor del arzobispo de Turín, Angelo
Bartolomasi. Con la delegación de facultades especiales a los
sacerdotes que se encontraban en el frente, se constituyó toda una
organización eclesiástico militar, puesta bajo la autoridad de este
"obispo de campaña"; lo mismo se hizo con las fuerzas
armadas belgas, francesas, inglesas, alemanas y austriacas.
La
situación respecto a Italia era especialmente delicada. El papa
hubiera querido que no entrara en la guerra, y el gobierno italiano,
por su parte, vigente el conflicto derivado de la cuestión romana,
deseaba evitar que la Santa Sede pudiera tener cualquier tipo de
protagonismo. Por los acuerdo de Londres, firmados en abril de 1915,
Italia había conseguido de sus aliados que el Vaticano no
participara en las instancias internacionales que se constituirían
al finalizar la guerra. Durante 1918 la Santa Sede intentará la
supresión de este artículo 15, considerado injurioso, ya que sólo
se aplicaba al Vaticano y no a los neutrales en general.
En este contexto tuvo lugar la intervención más importante del papa
durante todo el conflicto bélico, y quizá también el acto más
importante de todo el pontificado. El
primero de agosto de 1917 se firmó el documento que el papa
Benedicto XV envió a los gobiernos de las dos partes en conflicto2.
El tenor del
mismo
era de una total condena de la guerra, quizá
como
nunca hasta entonces había pronunciado la Iglesia,
definiendo el conflicto
como "inutile
strage"3.
Comenzaba
señalando que desde el principio del conflicto se había propuesto,
en primer lugar, guardar una perfecta imparcialidad; esforzarse en
hacer a todos el mayor bien posible, sin acepción de personas ni de
nacionalidad y religión; no omitir nada, en cuanto estaba en su
mano, para poner fin a la guerra, buscando atraer a todos a
resoluciones moderadas y a deliberaciones serenas sobre una paz justa
y duradera. Después de recordar sus continuos llamamientos a la paz
y lamentar de nuevo los desastres de la guerra, señalaba que,
pasando del ámbito de los términos generales, descendía a
posiciones más concretas. El
papa ofrecía
la perspectiva de un nuevo modo de regular las relaciones
internacionales.
El
mensaje contenía siete puntos y proponía unas bases muy concretas
sobre las que desarrollar la negociación. El documento señalaba que
era preciso evacuar el norte de Francia y Bélgica, mientras que a
Alemania se le restituirían sus colonias; se deberían realizar las
negociaciones con disposiciones conciliadoras; se examinarían las
cuestiones territoriales pendientes entre Francia y Alemania y el
Imperio Austro-húngaro e Italia, además de lo concerniente a
Armenia, los estados bálticos y Polonia; se renunciaría
recíprocamente a las indemnizaciones de guerra, excepto en el caso
de Bélgica; se aceptaría un principio que asegurase
la libertad de los mares y su utilización conjunta; desarme
simultáneo; institución de un arbitraje internacional que
sustituyera a las armas, estableciendo la fuerza suprema del derecho.
Las
respuestas de los gobiernos fueron tardías y desilusionantes,
mientras que en la prensa se desató una áspera campaña, crítica
con el papa, incluidos muchos católicos, que se dividieron entre el
rechazo, el no hacer caso, el tener una deferencia reticente o hacer
una interpretación libre.
¿Qué ocurrió para que, a unas alturas en las que era deseable una
salida al conflicto, no se tuviera en cuenta el equilibrado mensaje
papal? Por un lado, Alemania no mostró ningún gesto de buena
voluntad, mientras que los Aliados pensaban que, con la entrada de
los Estados Unidos, la victoria estaba de su parte, viendo en la
intervención del papa tan sólo un intento de salvar a los Imperios
centrales, sobre todo Austria-Hungría, del desastre al que estaban
abocados. Tanto los Estados Unidos como Gran Bretaña querían llegar
hasta las últimas consecuencias de la guerra, para acabar con el
militarismo alemán e imponer el nuevo orden internacional buscado
por el presidente Wilson. Éste se comprometería, poco después, con
el primer ministro italiano, Sonino, en excluir a la Santa Sede de
los acuerdos de paz, renovando lo convenido en Londres entre Italia,
Francia y el Reino Unido.
De este modo se malogró un intento que quizá pudo poner fin a la
terrible sangría que destrozaba Europa, y que con unos acuerdos
justos hubiera evitado las desastrosas consecuencias que traerían
los diversos acuerdos y tratados postbélicos, germen de la II Guerra
Mundial.
1
Sobre la figura del papa Benedicto
XV: POLLARD,
John Francis, Il papa sconosciuto: Benedetto XV
(1914-1922) e la ricerca della pace,
Cinisello Balsamo, San Paolo, 2001.
Asimismo pueden
verse síntesis en
DE ROSA, Gabriele, "Benedetto XV", en I Papi. Da
Pietro a Francesco, Roma,
Istituto della Enciclopedia Italiana, 2014, pp. 608-617;
JANKOWIAK, François, "Benoît
XV", en LEVILLAIN,
Philippe (Ed.),
Dictionnaire Historique de la Papauté,
Paris, Fayard, 1994, pp.
219-224.
2
Véase MONTICONE, Alberto, "Il
Pontificato di Benedetto XV",
en GUERRIERO, Elio-ZAMBARBIERI, Annibale, Storia
della Chiesa XXII/1 La Chiesa e la società industriale (1878-1922),
Milano, Edizioni San Paolo, 1995,
pp. 186-187;
POLLARD,
John Francis, Il
papa sconosciuto...,
op. cit.,
pp. 144-151.
3
Sobre la referencia del papa a
la inutilidad de la guerra, véase MENOZZI, Daniele, Chiesa,
pace e guerra nel Novecento.
Verso
una delegittimazione religiosa dei conflitti,
Bologna, Il Mulino, 2008, pp. 40-46.
Para un estudio más amplio sobre las repercusiones del conflicto en
el catolicismo, véase BOTRUGNO, Lorenzo (a cura), "Inutile
strage" I cattolici e
la Santa Sede nella Prima Guerra Mondiale. Raccolta di Studi in
ocasione del Centenario dello scoppio della Prima guerra mondiale
(1914-2014),
Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2016.