sábado, 26 de noviembre de 2016

Adviento

Comenzamos, un año más, el tiempo litúrgico del Adviento, preparación a la Navidad. Iniciamos un recorrido de cuatro semanas, a lo largo de las cuales la Palabra de Dios nos invitará a renovar nuestro corazón, a entrar en camino de conversión, y movidos por la esperanza, a abrir de par en par las puertas de nuestra vida a Cristo que viene a morar en nuestra alma. Cuatro domingos en los que, partiendo de la evocación de la venida final del Señor como culminación de la historia, la Parusía (I Domingo de Adviento), seremos exhortados por Juan el Bautista a la conversión, preparando el camino del Señor (II Domingo) para que llenos de gozo y alegría ante la llegada de los tiempos mesiánicos (III Domingo) acojamos, como recibió María en su seno en la encarnación, al Hijo de Dios (IV Domingo)
La conversión a la que se nos invita en este tiempo es fruto de la esperanza. Es ésta, a imagen de la que cultivó el pueblo de Israel a lo largo de su historia, la virtud principal que hemos de desarrollar durante el Adviento. Esperanza sostenida por la palabra que nos dirigen los profetas, de un modo especial el profeta Isaías, que leeremos con frecuencia, y conversión en respuesta a la urgencia de cambio de vida que nos anunciará el Bautista. Estos dos personajes, junto con María, son los grandes protagonistas de la liturgia de estas semanas. Isaías, el profeta mesiánico por excelencia, que nos avisa, con sus hermosos pasajes, de las promesas divinas.
Isaías (Miguel Ángel)
Juan, con su recia figura, nos llama a abajar la soberbia y orgullo del pecado que nos ata, y a elevar la confianza y la espera en el Señor. El es el enlace entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el que ha sido designado para preparar el camino del Señor, el que nos anima, en el desierto que es tantas veces nuestra existencia, a escuchar la voz que anuncia la salvación, allanando una senda para alcanzar la salvación.
Predicación de Juan Bautista (Alessandro Allori)
María es la gran protagonista del Adviento. Ella, la Hija de Sión, representa el anhelo de Israel ante el cumplimiento de la promesa mesiánica. Ella, que viviendo su peculiar Adviento, se preparó, como nadie, a la llegada del Salvador. Ella, que acogiendo la Palabra en su seno, la hizo vida. María es la Virgen del Adviento, la de la expectación, la que anhela que llegue pronto el Deseado de las naciones. Es María el modelo de cómo hemos de prepararnos durante este tiempo de gracia. María, en Adviento, nos invita a escuchar la Palabra de Dios y a ponerla por obra, nos muestra que el encuentro con el Señor impele siempre al servicio a los hermanos, especialmente a los que sufren, en el cuerpo o en el espíritu. Frente a la desobediencia de Eva, María es la esclava obediente del Señor y por ello se convierte en la auténtica madre de la vida, de los que viven por la gracia de Cristo. Su sí, que al comienzo del Adviento resonará al celebrar su Concepción Inmaculada, es ya el comienzo de la victoria sobre la serpiente que engañó a Eva, es la apertura de las puertas del Paraíso cerradas a nuestros primeros padres.

La Anunciación (Fra Angelico)
Escuchando esperanzados a Isaías, urgidos a la conversión por el Bautista y acogiendo la Palabra de Vida como María, el Adviento se convierte en un camino en el que hemos de escuchar, leer, meditar la Escritura, retirarnos al desierto del encuentro personal con Dios en la oración y tratar de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras, ante todo y sobre todo, del amor a nuestros hermanos.
De este modo la celebración de la Navidad será, por encima del consumismo asfixiante que rodea esta fiesta, un auténtico encuentro con el Salvador, que quiere nacer en el pesebre de nuestro corazón para, desde allí, irradiar su luz, que disipa la oscuridad de nuestro pecado, y expandir su alegría, que colma todas las expectativas de nuestra esperanza. Navidad, será así, lo que ha de ser, la llegada del Dios con Nosotros que, acampando en medio de nuestro caminar, renueva y transforma la Historia de la Humanidad.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Jesucristo, Rey del Universo

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, culmina y cierra el año litúrgico con el recuerdo de la última manifestación del Señor, que ha de venir a consumar toda la historia de la salvación, al mismo tiempo que abre y prepara la nueva etapa del Adviento, que iniciaremos el próximo domingo. Se compendia así, en el año litúrgico, el recuerdo, la celebración, la vivencia, de todo el misterio de la acción salvadora de Cristo en favor de la humanidad. El centro de todo el año litúrgico, como el de la vida cristiana que se alimenta del mismo es Cristo, el Señor que vino, que viene y que vendrá; que inició la historia, que la guía y que la llevará a plenitud.
Partiendo del sentido de esta solemnidad, os invito a una serie de reflexiones, que puedan ayudar a una mayor vivencia del misterio cristiano, a una mejor celebración del mismo y a un renovado y gozoso anuncio de lo que vivimos y celebramos, a una proclamación, desde la fe, la esperanza y el amor, de Cristo, nuestro rey, nuestro señor, nuestra vida.


Origen y evolución de la fiesta

La fiesta fue instituida para el último domingo de octubre por el papa Pío XI, en la encíclica Quas primas, del 11 de diciembre de 1925. El papa quería demostrar cómo Cristo es rey, no sólo de los fieles, sino de todas las criaturas y pretendía, frente a la apostasía pública de la sociedad de su época, no sólo destacar el hecho en sí, sino reparar la misma, señalando los desastres que para la propia sociedad había producido y recordaba que la vida de la tierra no puede vivirse sin su relación con Dios, que el orden terreno no podría ser sano ni lograr sus fines, incluso los fines que le son propios, si se desarrolla como si Dios no existiera.
En la actualidad, tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la fiesta tiene un enfoque más cósmico y escatológico, al final del año litúrgico, apuntando también a los contenidos del tiempo de Adviento. Las tres series de lecturas presenta a Cristo como Pastor de la humanidad (ciclo A); Rey eterno (ciclo B) y Rey desde la cruz (ciclo C, con la lectura de Lc 23,35-43). El prefacio completa la visión del reinado de Cristo aludiendo a sus cualidades: “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz”. El oficio de lectura del día invita a contemplar la visión del Hijo del hombre en el Apocalipsis, junto a un comentario de Orígenes sobre la petición venga a nosotros tu reino, del Padrenuestro. Las demás horas litúrgicas se refieren al señorío de Cristo, a partir del misterio pascual.
La solemnidad hace de enlace entre un año que termina y otro que empieza, ambos presididos por el signo de Cristo, rey universal, Señor de la historia, alfa y omega, el mismo ayer, hoy y siempre por los siglos. Nos invita, por tanto, a celebrar y a redescubrir, una vez más, la centralidad absoluta de Cristo en la historia de la humanidad y de cada ser humano en concreto.

Cristo, Señor de la historia

A partir de lo que nos propone la solemnidad del día, podemos contemplar cual es el significado de Cristo, como Señor, como Rey, de la historia humana. Hay que partir del hecho de que el cristianismo es una religión de la historia. La salvación de Dios, que comienza con la creación del cosmos, cuyo punto culminante es la creación del ser humano, que tras la caída original implica una intervención redentora que se realiza en plenitud con la Encarnación del Verbo, es una salvación dentro de la historia, en los mismos acontecimientos humanos. No es una intervención mítica, fuera y anterior a la historia de los hombres, como proponían las cosmogonías paganas, sino que, desde el comienzo, actúa en lugares concretos, con hombres y mujeres de carne y hueso, en sus propias limitaciones e incluso a través de sus propios pecados. La promesa que se hace a Abraham se actúa cuando el pueblo, oprimido en Egipto, clama al Señor y éste le envía a Moisés. La entrada y posesión de la Tierra Prometida es un primer cumplimiento, aún imperfecto de la promesa. A pesar de los pecados e infidelidades del pueblo, Dios sigue siendo fiel, y envía a los jueces, unge a los reyes, confiere su misión a los profetas. El mismo exilio en Babilonia se convierte en una oportunidad de purificación, de renovación, que preparando el judaísmo postexílico, creará el marco en el que se realiza el momento culmen de la historia humana, cuando el propio Dios, por medio de su Hijo, el Verbo, la Palabra, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace hombre, toma su carne y su sangre de las entrañas santísimas de María, y mediante su misterio pascual de pasión, muerte, sepultura y resurrección, vence al mal y al pecado, e inaugura, mediante el envío del Espíritu Santo, la etapa de la Iglesia, cuya misión es anunciar, celebrar, hacer presente la salvación de Cristo a toda la humanidad, preparando su venida final, gloriosa, en la Parusía, para culminar y llevar a plenitud esa misma historia humana.
Por tanto no cabe, desde el punto de vista teológico, una separación entre la historia de la humanidad y la historia de la salvación. Ni siquiera para aquella porción de la humanidad que a priori, al quedar fuera de la actuación concreta de Dios en la historia del pueblo de Israel, podría parecer excluida hasta el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todos los pueblos. En el resto de la humanidad, y así lo señalaban ya los Santos Padres, se daban semina Verbi, semillas del Verbo, también su propia historia era, de un modo que se nos escapa, preparación evangélica.
Pero cabe dar un paso más; la historia de la salvación no es sólo algo que se produce a nivel global, sino que, al mismo tiempo, es algo personal. La historia de cada ser humano concreto, individual, es historia de salvación. Todos los acontecimientos que vivimos, los buenos, los malos, incluso nuestros propios pecados y defectos morales, pueden, y de hecho lo hacen, convertirse en oportunidad de salvación; Jesucristo el Señor se hace presente en cada una de nuestras vidas, se hace compañero de camino, cercano, recorriendo nuestro propio itinerario existencial, curando, como buen samaritano, las heridas de nuestro corazón y ofreciéndonos siempre su amor salvador y misericordioso. En la vida del cristiano se reproducen las grandes etapas de la historia de la salvación: como el pueblo de Israel fue rescatado de la esclavitud del faraón, liberado definitivamente del mismo tras cruzar el mar Rojo, así cada uno de nosotros ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, arrancado del poder, no del faraón, sino del demonio; ha cruzado el mar que lo salva, el bautismo, donde se sumerge el mal; recorremos el desierto de la historia, sometidos a pruebas, caídas, tentaciones; donde experimentamos, como Israel, una y otra vez, el perdón misericordioso de Dios, que nos alimenta con el pan bajado del cielo de la Eucaristía, para, por fin, llegados a la Tierra Prometida, la vida eterna, somos introducidos en la misma tras cruzar las aguas del Jordán de nuestra propia muerte, destruido su poder aniquilador por el paso previo del Señor por las mismas.

La celebración de la redención

Toda esta actuación histórica de Dios, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, se celebra y actualiza en el año litúrgico. Éste no es sólo un recuerdo de la historia de la salvación, sino que es, ante todo y sobre todo, actualización, memorial del mismo. La palabra memorial, en griego anamnesis, es el equivalente del término hebreo zikkarôn, implica un hacer presente, aquí y ahora, el misterio que se celebra. En la Biblia aparece siempre como un signo que reúne en sí el pasado y presente (función rememorativa y actualizante) y garantiza la esperanza en el futuro (función profética).Esto se realiza de un modo especial en la Eucaristía, memorial de la pascua del Señor, memorial objetivo, no sólo (aunque también lo sea) un recuerdo objetivo de lo que el Señor hizo por nosotros; hace presente, aquí y ahora, el único sacrificio de Cristo en la cruz. Recordar y conmemorar no significan un volver puramente al pasado, sino traer el pasado al presente como fuerza salvífica, la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve proclamación de un misterio salvífico realizado: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1Cor 11,26). La liturgia cristiana tiene en el memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los misterios de Cristo por obra del Espíritu Santo. El sacrificio de Cristo en el Calvario no se repite, sin embargo, en el memorial, está él presente, se nos da hic et nunc, para nuestra salvación y para gloria de Dios Padre. En el memorial real de la Eucaristía se lleva a cabo, de forma concentrada aquella obra de la redención humana y de la glorificación de Dios que en la constitución litúrgica del Vaticano II, la Sacrosanctum Concilium, describe así: “Esta obra… Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5). En el memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, el acto redentor del que se benefician todos los participantes del banquete eucarístico; pero es significativo que desde el principio y de un modo consciente, la Iglesia ha querido celebrar esta muerte no el día en que tuvo lugar, el viernes, sino el domingo, porque no es posible conmemorar la muerte de Jesús sin conmemorar su resurrección. Mediante la actualización del misterio pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,56)
Por tanto es imprescindible, si queremos vivir una auténtica vida cristiana, tener como centro (tal y como pedía el Concilio) la celebración de la liturgia, de un modo especial la Eucaristía, culmen de dicha vida. La espiritualidad litúrgica no es, por tanto, una espiritualidad más, optativa, al lado de otras legítimas y diversas espiritualidades en el seno de la Iglesia. La espiritualidad litúrgica es básica y general, común a todos los discípulos de Jesús. Es el sustrato común de toda forma de vida carismática o apostólica. La espiritualidad litúrgica es, de hecho, la espiritualidad de la Iglesia. Se supera así una visión subjetiva de la vida espiritual, pues el misterio de Cristo que se celebra en las acciones litúrgicas es presentado y vivido en toda su integridad y eficacia objetiva. Los misterios de la salvación se ponen al alcance de los fieles no sólo para que estos los contemplen y traten de imitarlos en si vida, sino, ante todo, para que se beneficien de su fuerza redentora. ¿Cuáles serían, brevemente, las características de una espiritualidad litúrgica?
En primer lugar es bíblica, está basada en la Biblia como Palabra de Dios celebrada y actualizada en los signos litúrgicos. A lo largo del año litúrgico se nos van presentando los principales pasajes del texto sagrado; se nos ofrecen los contenidos salvíficos concretos para la santificación de los hombres y el culto a Dios. En este sentido es también una espiritualidad histórica  y profética, pues lleva a penetrar en el significado salvífico y escatológico de los acontecimientos de la historia de la salvación, cumplida en Cristo y prolongada en la existencia de los bautizados.
Asimismo, la espiritualidad litúrgica es cristocéntrica y pascual, ya que la liturgia tiene como centro a Cristo y anuncia, celebra y hace presente la obra de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. Es, asimismo, mistagógica, es decir, introduce, inicia, gradualmente en el misterio de Cristo en su representación y actualización litúrgica.
Esto no implica, como a veces se ha hecho, que en la vida del cristiano no exista, junto a lo que podemos llamar piedad litúrgica, otras prácticas que secularmente la piedad popular ha ido introduciendo. Ambas se deben armonizar, pues la liturgia no solo no excluye la oración personal, sino que, al contrario, invita a los fieles cristianos a dedicarse al coloquio personal, cercano, íntimo, con el Señor, así como es imprescindible la veneración y el amor filiar a la Madre del Señor y la devoción a los santos. El mismo Concilio, con realismo y equilibrio, quiso estimular la espiritualidad más allá de la misma vida litúrgica (SC 12)
Y aquí entra de lleno la adoración eucarística, el culto eucarístico. Éste, expresión de la fe en la presencia real, substancial, permanente de Cristo en las especies eucarísticas, es prolongación de la celebración de la Eucaristía, de la misa. El culto eucarístico debe conducir, por tanto, a una más plena y profunda participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, a recibir con más intensidad y frecuencia la eucaristía y a poner en práctica la unidad en la caridad que está significada en el sacramento. La adoración eucarística se encuentra entre la identificación con Cristo en el sacrificio, del que es prolongación y la participación sacramental, que conduce también a la comunión con los hermanos, pues el culto eucarístico no puede ser ajeno a la vida.

Anuncio y testimonio

Pero todo esto no es algo que pueda quedar relegado al ámbito de la propia intimidad y vivencia personal. El cristiano, injertado en Cristo por el bautismo, fortalecido con el sello del Espíritu Santo, alimentado con el mismo Cuerpo del Señor resucitado, llamado a reproducir en su vida la misma vida de Cristo, es urgido, en virtud de esa unión con el Señor, a ser su testigo; ante todo con el testimonio de una vida coherente, marcada por el doble eje del amor a Dios y a los hermanos, por el compromiso de servicio a los demás, especialmente a los pobres y marginados, siendo él mismo, como lo fue Cristo, buen samaritano que cura la herida del prójimo, sacramento de la presencia de Cristo.
Pero junto a esto está el mandato explícito del Señor de anunciar el evangelio a todos los pueblos. El cristiano, todo cristiano, tiene el derecho y la obligación de ser evangelizador. No se trata de imponer, no se trata de obligar a nadie a creer, pues la fe es un don gratuito. Se trata de anunciar a Cristo, de proclamar a Cristo, de comunicar a Cristo a los demás, respetando la libertad de acoger o rechazar dicho mensaje. Sin olvidar que si la vida del cristiano no es coherente con lo que dice creer y vivir, el propio anuncio de Cristo quedará devaluado o ridiculizado.

Por ello, si queremos, en el cambiante mundo que nos toca vivir al comienzo del siglo XXI, uno de esos momentos de auténtica transformación histórica, manifestar al Señor Resucitado, comunicarle eficazmente a la humanidad que nos rodea, no hay modo más perfecto que el del testimonio de la santidad. Una de las grandes aportaciones del Concilio, fue recordarnos que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, que la santidad no es patrimonio de unos privilegiados del espíritu, sino el estado normal y habitual en el que debería vivir todo cristiano. Cuando seamos bienaventuranzas andantes, cuando de nosotros puedan decir, como de la primera Iglesia, “mirad cómo se aman”, cuando dejemos tantas rencillas, y grupúsculos, tantas divisiones y prevenciones, cuando realmente nos sintamos todos hermanos y hagamos de la Iglesia una verdadera familia, cuando no seamos ni unos cristianos tristes ni unos tristes cristianos, sino que gocemos con lo que somos, sintamos que la fe plenifica, llena, colma de felicidad auténtica y de sentidos a la existencia, entonces nuestro testimonio será luminoso, nuestras vidas, sumadas unas a otras, serán esa luz que encendida, como en la noche pascual, en la Luz gloriosa de Cristo, unida a la luz de los hermanos, disiparán las tinieblas del mundo. Así la historia humana, que tiene su origen en Cristo, el alfa, el principio, se dirigirá, a su plenitud en el mismo Señor, omega, fin y culmen de la historia, su plenificador, que vendrá para establecer los cielos nuevos y la tierra nueva en los que reine la justicia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Ante el V Centenario de la muerte del cardenal Cisneros

El pasado martes, 8 de noviembre, se cumplían 499 años de la muerte del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, inquisidor general y regente del reino. Ese día comenzaban ya en algunos lugares, como en la tan querida para el cardenal ciudad de Alcalá de Henares, los actos conmemorativos del Quinto Centenario de su fallecimiento. Es, sin duda, una buena oportunidad para acercarse a una de las mayores figuras de nuestra historia, a veces denostada desde la falta de conocimiento y el exceso de prejuicio, por lo que puede representar la posibilidad de conocer, sine ira et studio, una personalidad desbordante, clave para entender el paso de la Edad Media a la Europa de la Modernidad.

El cardenal Cisneros, por Juan de Borgoña (Sala Capitular de la Catedral de Toledo)
Coincide su centenario con el de otro religioso que también marca un antes y un después en la historia del continente y de la humanidad, Martín Lutero y la Reforma protestante. Merecería la pena contrastar ambas figuras, la del austero franciscano y la del atormentado agustino, y ver cómo ambos afrontaron, desde posiciones muy diferentes, la urgente reforma de la Iglesia de su tiempo. Se ha afirmado que, si España no sufrió los desgarros que rompieron la Europa central por la cuestión religiosa, se debió a que la reforma cisneriana hizo innecesaria la luterana.
Cisneros fue, además de un profundo reformador religioso, un promotor de la cultura, destacando su dos magnas obras, la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares, y la publicación de la monumental Biblia Políglota Complutense. En Toledo promovió la construcción de espectacular retablo del Altar Mayor, y otros muchos edificios de su extensa archidiócesis toledana recibieron los beneficios de su munificencia.
Político, Cisneros afrontó, por encima de los intereses particulares, la búsqueda del bien del reino, en una concepción que le aproxima a lo que después sería el interés general del Estado. Fueron muchas la acciones encaminadas a este fin. Entre las mismas está la construcción de pósitos, para evitar hambrunas. Asimismo el cardenal se impuso a los revoltosos y egoístas nobles.
Una figura, la del cardenal de España, impresionante. Creo que acercarnos a él puede hacernos crecer como ciudadanos comprometidos con el bien común, y creo, asimismo, que si nuestros políticos conocieran su figura y la imitaran, esto supondría una auténtica y benéfica brisa fresca capaz de alejar tantas miasmas de egoísmos y falta de altura. Cisneros ha sido considerado por un autor de la talla de Pierre Vilar como "un estadista que se anticipa a las concepciones modernas del ejercicio del poder", y Joseph Pérez nos recuerda que para los autores franceses del siglo XVII, Cisneros era superior que el cardenal Richelieu. Por lo tanto, el adentrarnos en su rica personalidad puede ofrecernos, a lo largo de este próximo centenario, la oportunidad de contemplar a uno de esos gigantes que, de vez en cuando, surgen en los caminos de la historia.

Son muchos los estudios e investigaciones que se han realizado sobre el cardenal. Para aquellos que deseen conocer en profundidad al cardenal, señalo tan sólo dos: por una parte está la monumental obra del padre García Oro, quizá el mejor estudioso de la vida de Cisneros; por otra, un libro muy recomendable, más orientado a la divulgación para el gran público, es el de Joseph Pérez.

GARCÍA ORO, José, El Cardenal Cisneros. Vida y empresas 2 Vol., Madrid, BAC, 1992-1993
PÉREZ, Joseph, Cisneros, el cardenal de España, Madrid, Taurus, 2014 

domingo, 30 de octubre de 2016

Ruinas de Valsaín

A veces un paisaje imaginado desde la lectura de los documentos históricos, o desde la representación artística, logra deslumbrarnos al poder contemplarlo directamente. Sin embargo, en otras ocasiones, el choque con la realidad no hace más que sumirnos en la tristeza, o incluso en el enfado.
Esta ha sido mi triste experiencia con Valsaín. Sabía que el antiguo Real Sitio era un cúmulo de ruinas, pero incluso las ruinas pueden tener dignidad. No es este el caso. Descubrir la incuria en la que se halla sumido el palacio de Felipe II, convertido en picadero de caballos, las arcadas del patio transformadas en almacén de madera, el abandono...una indignidad para los que lo han consentido, y una mancha sobre un país que se pretende culto y civilizado.

Torre Nueva (foto del autor)
Así, como observamos a la izquierda, se conserva la Torre Nueva, una de las que pertenecían a la Casa de Oficios, sin la cubierta, pero aún resistente en su fábrica. Otros elementos no han tenido tanta perdurabilidad, habiendo sido expoliados, ya en fechas inmediatamente posteriores al incendio de  1682, pues a principios del siglo XVIII diversos materiales se emplearon en las obras del palacio de San Ildefonso. En 1869 los restos del palacio pasaron a manos privadas, estado en la que aún se encuentra.

Contemplar Valsaín, tal y como se haya en la actualidad, me ha hecho evocar los versos de Quevedo, en los que lamentaba la situación de la España de su tiempo:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados, 
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo. Vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa. Vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


Torre Nueva
La situación actual de un lugar que tuvo tanta importancia como El Escorial en la España de los Austria requeriría una enérgica intervención por parte de los poderes públicos a los que compete la conservación de nuestro patrimonio, así como una movilización de todos aquellos interesados en nuestra historia y en nuestro arte. El patrimonio artístico, además de un valor en sí mismo, es fuente de riqueza y progreso económico y cultural para aquellos lugares en donde se encuentra. Valsaín ha sufrido un abandono secular, pero tal vez, con esfuerzo, ilusión e imaginación, podría renacer, como el ave fénix, de sus cenizas. Quizá, algún día, podamos recrear sus muros, contemplar sus airosos chapiteles, escuchar el rumor del agua correr en el jardín renacentista. Podría, con un poco de imaginación y esfuerzo, insertarse en una ruta de los Reales Sitios, un recorrido cultural, histórico y artístico que nada tiene que envidiar a los Castillos del Loira franceses.

Quizá, soló quizá, podamos admirar de nuevo la belleza, el esplendor, la dignidad, del que fue, antaño, uno de los Reales Sitios más importantes de la Monarquía Católica

Vista del Palacio de Valsaín por Juan Martínez del Mazo (alrededor de 1650)
Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
                                                                                                                                     
Una detallada explicación de las vicisitudes del Real Sitio puede encontrarse en:
http://www.elarcodepiedra.es/index_archivos/Palacio_Real_de_Valsain_Segovia.htm (consultado el 30 de octubre de 2016)

sábado, 22 de octubre de 2016

"Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", Feliciano Montero/Joseba Louzao (Eds.)

MONTERO, Feliciano/LOUZAO, Joseba, "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", (eds.) Granada, Comares Historia, 2016, pp. 184, ISBN: 978-84-9045-444-2


La historiografía española contemporánea está viviendo, en uno de los temas que tradicionalmente tenía más abandonados, el de los estudios acerca de la Iglesia y del hecho religioso en general, una prometedora y fecunda renovación. Por fin parece que en este ámbito podemos lograr una homologación con lo que en otros países de nuestro entorno se está realizando con normalidad y con buenos resultados.
En este sentido, las diversas publicaciones que desde el grupo de investigación "Catolicismo y Laicismo en la España del s. XX", coordinado por el catedrático Feliciano Montero, se vienen haciendo, suponen no sólo una rica aportación al tema, sino, al mismo tiempo, la apertura de nuevos campos de trabajo y la consolidación progresiva de la antedicha renovación historiográfica.
El último fruto, por ahora, de este esfuerzo investigador y divulgador ha sido la obra colectiva "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", editada por el profesor Montero y por Joseba Louzao.


La obra se articula en tres grandes apartados. El primero, titulado "La España Católica: un canto triunfalista", en el que escriben Pablo Martín de Santa Olalla, Natalia Núñez Bargueño y Feliciano Montero, trata el Concordato de 1953, el Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952 y la Acción Católica española durante los años cincuenta; el segundo, "Revisando la Cristiandad: autocríticas religiosas y pastorales", recoge las aportaciones de Francisco Carmona, José Sánchez Jiménez, María José Martínez González y Fernando Molina, quienes analizan la autocrítica realizada por el propio catolicismo español, el instituto León XIII en la teoría y en la praxis social del cardenal Herrera, los primeros años de El Ciervo y la experiencia cooperativa de Mondragón. Por último, el tercer bloque, bajo el epígrafe "1956: buscando convergencias en una crisis política", presenta los trabajos de Javier Muñoz Soro sobre la política educativa de Joaquín Ruiz Jiménez; de Felipe Nieto acerca de la contribución de Jorge Semprún a la política de reconciliación nacional del PCE y el análisis sobre la crisis de 1956 por parte de Miguel Ángel Ruiz Carnicer.
Se trata de un libro, por tanto, que nos ayuda a profundizar, más allá de tópicos, en la naturaleza diversa del catolicismo español en el contexto de la dictadura franquista en un marco temporal muy concreto, el de los años cincuenta, unos años en los que España comenzaba a experimentar una serie de cambios trascendentales.