Cuando nos acercamos a la España
de la Restauración, una de sus notas características es la constatación, y así
lo veían ya los contemporáneos, de la profunda separación entre el país real y
el país oficial. Posiblemente no sea una anomalía de aquel periodo, sino una
constante en la historia humana, aunque en algunos momentos se vea más
acentuada que en otros. Dicha distancia se puede comprobar, de manera
fehaciente, entre lo que nos muestra la propaganda gubernamental y lo que los ciudadanos
experimentamos, como si fueran dos realidades paralelas. Otra constante
histórica desde que Ramsés II convirtió la batalla de Qadesh, un empate técnico
con los hititas, en una gran victoria sobre los muros del templo de Abu Simbel.
Esto es lo que lo que estamos
observando, una vez más, estos días, en relación con la pandemia. Por un lado,
la propaganda que construye un relato triunfalista, narrando lo extraordinariamente
bien que los poderes públicos lo han hecho, apelando a la unidad que, como si
estuviéramos en una batalla, nos conduce, desde el voluntarismo más optimista,
al triunfo. Por otro, la desoladora experiencia que hemos podido comprobar a
través de las escasas imágenes que se nos han proporcionado, fruto de una
concepción paternalista de lo que es la ciudadanía, reducida a masa
infantiloide incapaz de asumir el drama de miles de muertos. Pero los
fallecidos, día tras día, a pesar de las diferentes y desconcertantes formas de
contabilizar, han ido aumentando en un incesante goteo; el dolor, la tragedia
han golpeado a miles de familias; la precariedad económica, la angustia por el
futuro laboral se ha apoderado de cientos de personas. El relato épico está
teñido, más allá de la buena voluntad de quienes han tenido que afrontar la
pandemia y buscar soluciones, de errores y equivocaciones humanas, comprensibles
cuando son asumidas con humildad, pero profundamente irritantes cuando se
encaran con el soberbio “sostenella y no enmendalla” del romancero.
No, no hemos salido más fuertes.
Por el camino han quedado demasiadas historias personales truncadas; demasiados
dolores, sufrimientos, angustias. Nuestra economía ha sido golpeada y costará
recuperar los niveles previos a la Covid-19; nuestro heroico personal
sanitario, que ha demostrado quienes son, junto a cajeras, bomberos,
conductores y tantos otros, el verdadero capital humano de un país que les ha
minusvalorado mientras ponía pedestales a héroes de pies de barro o a
influencers vacuos, ha sufrido bajas, ha quedado agotado física y, en muchas
ocasiones, psíquicamente. No, no estamos más fuertes.
Pero tampoco estamos unidos. He
lamentado, en esta columna, las divisiones, los enfrentamientos, la creciente
intolerancia. En las redes sociales, en los medios de comunicación, en las
Cortes, en las declaraciones insensatas de una clase política mediocre y
cortoplacista.
Saldremos, cuando salgamos,
heridos. Pero como sociedad, a lo largo de nuestra historia, hemos sido capaces
de restañar lesiones hondas. Harán falta generosidad y altura de miras. Ojalá las
tengamos.