La solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, culmina y cierra el año litúrgico con el recuerdo
de la última manifestación del Señor, que ha de venir a consumar toda la
historia de la salvación, al mismo tiempo que abre y prepara la nueva etapa del
Adviento, que iniciaremos el próximo domingo. Se compendia así, en el año
litúrgico, el recuerdo, la celebración, la vivencia, de todo el misterio de la
acción salvadora de Cristo en favor de la humanidad. El centro de todo el año
litúrgico, como el de la vida cristiana que se alimenta del mismo es Cristo, el
Señor que vino, que viene y que vendrá; que inició la historia, que la guía y
que la llevará a plenitud.
Partiendo del
sentido de esta solemnidad, os invito a una serie de reflexiones, que puedan
ayudar a una mayor vivencia del misterio cristiano, a una mejor celebración del
mismo y a un renovado y gozoso anuncio de lo que vivimos y celebramos, a una
proclamación, desde la fe, la esperanza y el amor, de Cristo, nuestro rey,
nuestro señor, nuestra vida.
Origen y evolución de la fiesta
La fiesta fue
instituida para el último domingo de octubre por el papa Pío XI, en la
encíclica Quas primas, del 11 de
diciembre de 1925. El papa quería demostrar cómo Cristo es rey, no sólo de los
fieles, sino de todas las criaturas y pretendía, frente a la apostasía pública
de la sociedad de su época, no sólo destacar el hecho en sí, sino reparar la
misma, señalando los desastres que para la propia sociedad había producido y
recordaba que la vida de la tierra no puede vivirse sin su relación con Dios,
que el orden terreno no podría ser sano ni lograr sus fines, incluso los fines
que le son propios, si se desarrolla como si Dios no existiera.
En la
actualidad, tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la fiesta tiene
un enfoque más cósmico y escatológico, al final del año litúrgico, apuntando
también a los contenidos del tiempo de Adviento. Las tres series de lecturas
presenta a Cristo como Pastor de la humanidad (ciclo A); Rey eterno (ciclo B) y
Rey desde la cruz (ciclo C, con la lectura de Lc 23,35-43). El prefacio
completa la visión del reinado de Cristo aludiendo a sus cualidades: “Reino de la verdad y de la vida, de la
santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz”. El oficio de
lectura del día invita a contemplar la visión del Hijo del hombre en el
Apocalipsis, junto a un comentario de Orígenes sobre la petición venga a nosotros tu reino, del
Padrenuestro. Las demás horas litúrgicas se refieren al señorío de Cristo, a
partir del misterio pascual.
La solemnidad
hace de enlace entre un año que termina y otro que empieza, ambos presididos
por el signo de Cristo, rey universal, Señor de la historia, alfa y omega, el
mismo ayer, hoy y siempre por los siglos. Nos invita, por tanto, a celebrar y a
redescubrir, una vez más, la centralidad absoluta de Cristo en la historia de
la humanidad y de cada ser humano en concreto.
Cristo, Señor de la historia
A partir de lo
que nos propone la solemnidad del día, podemos contemplar cual es el
significado de Cristo, como Señor, como Rey, de la historia humana. Hay que
partir del hecho de que el cristianismo es una religión de la historia. La
salvación de Dios, que comienza con la creación del cosmos, cuyo punto culminante
es la creación del ser humano, que tras la caída original implica una
intervención redentora que se realiza en plenitud con la Encarnación del Verbo,
es una salvación dentro de la historia, en los mismos acontecimientos humanos.
No es una intervención mítica, fuera y anterior a la historia de los hombres,
como proponían las cosmogonías paganas, sino que, desde el comienzo, actúa en
lugares concretos, con hombres y mujeres de carne y hueso, en sus propias
limitaciones e incluso a través de sus propios pecados. La promesa que se hace
a Abraham se actúa cuando el pueblo, oprimido en Egipto, clama al Señor y éste
le envía a Moisés. La entrada y posesión de la Tierra Prometida es un primer
cumplimiento, aún imperfecto de la promesa. A pesar de los pecados e
infidelidades del pueblo, Dios sigue siendo fiel, y envía a los jueces, unge a
los reyes, confiere su misión a los profetas. El mismo exilio en Babilonia se
convierte en una oportunidad de purificación, de renovación, que preparando el
judaísmo postexílico, creará el marco en el que se realiza el momento culmen de
la historia humana, cuando el propio Dios, por medio de su Hijo, el Verbo, la
Palabra, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace hombre, toma su
carne y su sangre de las entrañas santísimas de María, y mediante su misterio
pascual de pasión, muerte, sepultura y resurrección, vence al mal y al pecado,
e inaugura, mediante el envío del Espíritu Santo, la etapa de la Iglesia, cuya
misión es anunciar, celebrar, hacer presente la salvación de Cristo a toda la
humanidad, preparando su venida final, gloriosa, en la Parusía, para culminar y
llevar a plenitud esa misma historia humana.
Por tanto no
cabe, desde el punto de vista teológico, una separación entre la historia de la
humanidad y la historia de la salvación. Ni siquiera para aquella porción de la
humanidad que a priori, al quedar fuera de la actuación concreta de Dios en la
historia del pueblo de Israel, podría parecer excluida hasta el mandato de
Cristo de anunciar el Evangelio a todos los pueblos. En el resto de la
humanidad, y así lo señalaban ya los Santos Padres, se daban semina Verbi, semillas del Verbo,
también su propia historia era, de un modo que se nos escapa, preparación
evangélica.
Pero cabe dar un
paso más; la historia de la salvación no es sólo algo que se produce a nivel
global, sino que, al mismo tiempo, es algo personal. La historia de cada ser
humano concreto, individual, es historia de salvación. Todos los
acontecimientos que vivimos, los buenos, los malos, incluso nuestros propios
pecados y defectos morales, pueden, y de hecho lo hacen, convertirse en
oportunidad de salvación; Jesucristo el Señor se hace presente en cada una de
nuestras vidas, se hace compañero de camino, cercano, recorriendo nuestro
propio itinerario existencial, curando, como buen samaritano, las heridas de
nuestro corazón y ofreciéndonos siempre su amor salvador y misericordioso. En
la vida del cristiano se reproducen las grandes etapas de la historia de la
salvación: como el pueblo de Israel fue rescatado de la esclavitud del faraón,
liberado definitivamente del mismo tras cruzar el mar Rojo, así cada uno de
nosotros ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, arrancado del poder, no
del faraón, sino del demonio; ha cruzado el mar que lo salva, el bautismo,
donde se sumerge el mal; recorremos el desierto de la historia, sometidos a
pruebas, caídas, tentaciones; donde experimentamos, como Israel, una y otra
vez, el perdón misericordioso de Dios, que nos alimenta con el pan bajado del
cielo de la Eucaristía, para, por fin, llegados a la Tierra Prometida, la vida
eterna, somos introducidos en la misma tras cruzar las aguas del Jordán de
nuestra propia muerte, destruido su poder aniquilador por el paso previo del
Señor por las mismas.
La celebración de la redención
Toda esta
actuación histórica de Dios, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, se
celebra y actualiza en el año litúrgico. Éste no es sólo un recuerdo de la
historia de la salvación, sino que es, ante todo y sobre todo, actualización, memorial
del mismo. La palabra memorial, en griego anamnesis,
es el equivalente del término hebreo zikkarôn,
implica un hacer presente, aquí y ahora, el misterio que se celebra. En la
Biblia aparece siempre como un signo que reúne en sí el pasado y presente
(función rememorativa y actualizante) y garantiza la esperanza en el futuro
(función profética).Esto se realiza de un modo especial en la Eucaristía,
memorial de la pascua del Señor, memorial objetivo, no sólo (aunque también lo
sea) un recuerdo objetivo de lo que el Señor hizo por nosotros; hace presente,
aquí y ahora, el único sacrificio de Cristo en la cruz. Recordar y conmemorar
no significan un volver puramente al pasado, sino traer el pasado al presente
como fuerza salvífica, la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve
proclamación de un misterio salvífico realizado: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte
del Señor hasta que venga” (1Cor 11,26). La liturgia cristiana tiene en el
memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los
misterios de Cristo por obra del Espíritu Santo. El sacrificio de Cristo en el
Calvario no se repite, sin embargo, en el memorial, está él presente, se nos da
hic et nunc, para nuestra salvación y
para gloria de Dios Padre. En el memorial real de la Eucaristía se lleva a
cabo, de forma concentrada aquella obra de la redención humana y de la
glorificación de Dios que en la constitución litúrgica del Vaticano II, la Sacrosanctum Concilium, describe así: “Esta obra… Cristo el Señor la realizó
principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión,
resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5). En el
memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, el acto
redentor del que se benefician todos los participantes del banquete
eucarístico; pero es significativo que desde el principio y de un modo
consciente, la Iglesia ha querido celebrar esta muerte no el día en que tuvo
lugar, el viernes, sino el domingo, porque no es posible conmemorar la muerte
de Jesús sin conmemorar su resurrección. Mediante la actualización del misterio
pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive
en mí y yo en él” (Jn 6,56)
Por tanto es
imprescindible, si queremos vivir una auténtica vida cristiana, tener como
centro (tal y como pedía el Concilio) la celebración de la liturgia, de un modo
especial la Eucaristía, culmen de dicha vida. La espiritualidad litúrgica no
es, por tanto, una espiritualidad más, optativa, al lado de otras legítimas y
diversas espiritualidades en el seno de la Iglesia. La espiritualidad litúrgica
es básica y general, común a todos los discípulos de Jesús. Es el sustrato
común de toda forma de vida carismática o apostólica. La espiritualidad
litúrgica es, de hecho, la espiritualidad de la Iglesia. Se supera así una
visión subjetiva de la vida espiritual, pues el misterio de Cristo que se
celebra en las acciones litúrgicas es presentado y vivido en toda su integridad
y eficacia objetiva. Los misterios de la salvación se ponen al alcance de los
fieles no sólo para que estos los contemplen y traten de imitarlos en si vida,
sino, ante todo, para que se beneficien de su fuerza redentora. ¿Cuáles serían,
brevemente, las características de una espiritualidad litúrgica?
En primer lugar
es bíblica, está basada en la Biblia
como Palabra de Dios celebrada y actualizada en los signos litúrgicos. A lo
largo del año litúrgico se nos van presentando los principales pasajes del
texto sagrado; se nos ofrecen los contenidos salvíficos concretos para la
santificación de los hombres y el culto a Dios. En este sentido es también una
espiritualidad histórica y profética,
pues lleva a penetrar en el significado salvífico y escatológico de los
acontecimientos de la historia de la salvación, cumplida en Cristo y prolongada
en la existencia de los bautizados.
Asimismo, la
espiritualidad litúrgica es cristocéntrica
y pascual, ya que la liturgia tiene
como centro a Cristo y anuncia, celebra y hace presente la obra de Cristo bajo
la acción del Espíritu Santo. Es, asimismo, mistagógica, es decir, introduce, inicia, gradualmente en el
misterio de Cristo en su representación y actualización litúrgica.
Esto no implica,
como a veces se ha hecho, que en la vida del cristiano no exista, junto a lo
que podemos llamar piedad litúrgica, otras prácticas que secularmente la piedad
popular ha ido introduciendo. Ambas se deben armonizar, pues la liturgia no
solo no excluye la oración personal, sino que, al contrario, invita a los
fieles cristianos a dedicarse al coloquio personal, cercano, íntimo, con el
Señor, así como es imprescindible la veneración y el amor filiar a la Madre del
Señor y la devoción a los santos. El mismo Concilio, con realismo y equilibrio,
quiso estimular la espiritualidad más allá de la misma vida litúrgica (SC 12)
Y aquí entra de
lleno la adoración eucarística, el culto eucarístico. Éste, expresión de la fe
en la presencia real, substancial, permanente de Cristo en las especies
eucarísticas, es prolongación de la celebración de la Eucaristía, de la misa.
El culto eucarístico debe conducir, por tanto, a una más plena y profunda
participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, a recibir con más
intensidad y frecuencia la eucaristía y a poner en práctica la unidad en la
caridad que está significada en el sacramento. La adoración eucarística se
encuentra entre la identificación con Cristo en el sacrificio, del que es
prolongación y la participación sacramental, que conduce también a la comunión
con los hermanos, pues el culto eucarístico no puede ser ajeno a la vida.
Anuncio y testimonio
Pero todo esto
no es algo que pueda quedar relegado al ámbito de la propia intimidad y
vivencia personal. El cristiano, injertado en Cristo por el bautismo, fortalecido
con el sello del Espíritu Santo, alimentado con el mismo Cuerpo del Señor
resucitado, llamado a reproducir en su vida la misma vida de Cristo, es urgido,
en virtud de esa unión con el Señor, a ser su testigo; ante todo con el
testimonio de una vida coherente, marcada por el doble eje del amor a Dios y a
los hermanos, por el compromiso de servicio a los demás, especialmente a los
pobres y marginados, siendo él mismo, como lo fue Cristo, buen samaritano que
cura la herida del prójimo, sacramento de la presencia de Cristo.
Pero junto a
esto está el mandato explícito del Señor de anunciar el evangelio a todos los
pueblos. El cristiano, todo cristiano, tiene el derecho y la obligación de ser
evangelizador. No se trata de imponer, no se trata de obligar a nadie a creer,
pues la fe es un don gratuito. Se trata de anunciar a Cristo, de proclamar a
Cristo, de comunicar a Cristo a los demás, respetando la libertad de acoger o
rechazar dicho mensaje. Sin olvidar que si la vida del cristiano no es
coherente con lo que dice creer y vivir, el propio anuncio de Cristo quedará
devaluado o ridiculizado.
Por ello, si
queremos, en el cambiante mundo que nos toca vivir al comienzo del siglo XXI,
uno de esos momentos de auténtica transformación histórica, manifestar al Señor
Resucitado, comunicarle eficazmente a la humanidad que nos rodea, no hay modo
más perfecto que el del testimonio de la santidad. Una de las grandes
aportaciones del Concilio, fue recordarnos que todos los bautizados estamos
llamados a la santidad, que la santidad no es patrimonio de unos privilegiados
del espíritu, sino el estado normal y habitual en el que debería vivir todo
cristiano. Cuando seamos bienaventuranzas andantes, cuando de nosotros puedan
decir, como de la primera Iglesia, “mirad
cómo se aman”, cuando dejemos tantas rencillas, y grupúsculos, tantas
divisiones y prevenciones, cuando realmente nos sintamos todos hermanos y
hagamos de la Iglesia una verdadera familia, cuando no seamos ni unos
cristianos tristes ni unos tristes cristianos, sino que gocemos con lo que
somos, sintamos que la fe plenifica, llena, colma de felicidad auténtica y de
sentidos a la existencia, entonces nuestro testimonio será luminoso, nuestras
vidas, sumadas unas a otras, serán esa luz que encendida, como en la noche
pascual, en la Luz gloriosa de Cristo, unida a la luz de los hermanos,
disiparán las tinieblas del mundo. Así la historia humana, que tiene su origen
en Cristo, el alfa, el principio, se dirigirá, a su plenitud en el mismo Señor,
omega, fin y culmen de la historia, su plenificador, que vendrá para establecer
los cielos nuevos y la tierra nueva en los que reine la justicia.