La figura del presidente Richard Nixon
nos invita a reflexionar acerca del papel de la ética, su ausencia o no, en el
desempeño del liderazgo político. Es un viejo tema, ya presente en la
literatura acerca del gobierno en la antigüedad (en Egipto, el libro La Historia de Unamón, o las reflexiones
sapienciales bíblicas), en la Grecia clásica (Platón, en La República) o Roma. Asimismo en la tradición cristiana medieval.
Siempre insistiendo en la adecuación a un ideal ético, moral o religioso, que
asegurara una actuación recta. Sin embargo la experiencia, también atestiguada
desde el más remoto pasado, nos presenta que con frecuencia sucede todo lo
contrario, que el político actúa de un modo éticamente incorrecto o
religiosamente pecaminoso. Será Maquiavelo el representante más destacado de
una reflexión que asumiendo esta realidad, la considere “buena”, e incluso
necesaria, para el desempeño del poder.
Es así que llegamos a la cuestión de
la ausencia de ética que comprobamos, en bastantes casos (otros no salen a la
luz) en la actuación de muchos políticos. En el contexto actual esa ausencia de
ética, manifestada en la corrupción, es una de las causas principales de
descrédito de la clase política, tanto en España como en nuestro contexto
occidental. Corrupción que en muchos casos se refiere al ámbito de lo
económico, pero que atañe también a comportamientos, actitudes, actuaciones,
muy diversas. El caso de Nixon es, en este sentido, paradigmático. El escándalo
del Watergate, las escuchas al Partido Demócrata, no tenían un sentido
económico (al menos inmediato, pues la pérdida o mantenimiento en el poder es
siempre fuente de beneficio pecuniario), pero demostraban una falta de ética
que la opinión pública consideró inadmisible y aún más las obstrucciones del
presidente a la acción de la justicia, lo que finalmente, le obligó a dimitir.
La serie norteamericana House of Cards[1], nos muestra,
desde el ámbito de la creación cinematográfica y de la ficción, cómo puede
llegar a funcionar el mundo de la alta política, con las figuras del
congresista Francis Underwood y su esposa Claire, quienes no se detienen ante
nada, con tal de lograr sus objetivos políticos, reflejando un mundo de
corrupción ética, moral, en la que está presente el sexo, el dinero, etc.
Con ambos ejemplos podemos
preguntarnos qué clase de políticos tenemos y qué clase de políticos querríamos
(y deberíamos) tener. ¿Podríamos considerar a Nixon, quien ya en su juventud
inició su carrera de forma poco ética, ocultando el pasado de Allen Dulles,
como un líder? ¿Podría serlo el congresista Underwood? Sin duda son políticos,
de los que tal vez Maquiavelo se sentiría orgulloso. Pero, en una sociedad
democrática, madura, ¿hemos de asumir, sin más, la existencia de estos
políticos, cuya actuación éticamente dudosa, antes o después, desborda el
ámbito de su vida privada? Si tratamos de aplicarles las características de lo
que ha de ser un líder, hemos de decir que ni Nixon, en la realidad, ni
Underwood en la ficción, son verdaderos líderes.
En un contexto democrático, sin
embargo, tenemos una ventaja. La ciudadanía puede, y debe exigir, a sus
representantes, un comportamiento adecuado. No se trata de que sean unos santos
o unos ascetas, sino que, en su actuación y compromiso, respondan a las
exigencias éticas de una sociedad madura. Empezando por el cumplimiento
escrupuloso de la Ley, buscando el servicio público ante todo, no el mero medro
personal; anteponiendo el bien de la “res pública” a otros intereses,
personales o de partido. Y la ciudadanía, si es madura y políticamente
responsable, ha de exigir que esto sea así, y en el caso contrario, pedir las
responsabilidades, del tipo que fueren, comenzando por las penales. El ejemplo
“tóxico” de Nixon, se vuelve, de nuevo, modélico, por la exigencia de la
sociedad norteamericana a que el presidente asumiera su responsabilidad y
dimitiera. Si por estos lares hispanos tuviéramos el mismo nivel de exigencia,
tal vez se hubieran cortado muchos de los casos de corrupción que nos salpican;
pero la reelección de candidatos y los votos a partidos marcados por la misma,
indican que, por un lado, nos falta madurez y exigencia democrática, y, por
otro, que, desgraciadamente, quizá tengamos lo que nos merecemos.